Ignacio Varela-El Confidencial
Pedro Sánchez se lamenta preventivamente de que la oposición no le concederá los famosos días de gracia que se otorga a los nuevos gobernantes. El problema es que omite tres cosas
Pedro Sánchez se lamenta preventivamente de que la oposición no le concederá los famosos 100 días de gracia de los nuevos gobernantes. Omite tres cosas: a) que él no es nuevo en el Gobierno, lleva más de un año y medio en el poder; b) que tras ser elegido no ha concedido la cortesía, casi ritual en nuestra historia democrática, de una primera conversación con el líder de la oposición; c) que si sus anunciados 1.400 días son como sus primeras 100 horas, las cuadernas del sistema difícilmente resistirán semejante prueba de estrés.
Es sabido que Sánchez juega sin reglas y conduce sin frenos. Las pautas de su comportamiento no figuran en los textos de ciencia política, sino en los de otras disciplinas. Pero la investidura ha operado como un desinhibidor definitivo. En estas 100 horas, hemos visto a un presidente desatado, ensoberbecido, lanzado a una exhibición impúdica de poder personal. Todos y cada uno de sus movimientos han respondido a la necesidad compulsiva de demostrar a todos (a su partido, a sus socios, a la oposición, al público en general y, sobre todo, al resto de las instituciones del Estado) quién va a mandar aquí a partir de ahora.
Por fin destapó su versión del palabro ‘desjudicializar’: “El conflicto de Cataluña —dijo— tiene que salir de donde nunca debió estar”. Que es lo mismo que decir a los jueces y tribunales, “aparten sus sucias manos de Cataluña”. El presidente se ha quedado a un milímetro de afirmar que todo lo de Cataluña se jodió el día en que “los togados” (expresión de su socio-vicepresidente, enumerando a los enemigos a los que este Gobierno debe derrotar) se entrometieron en lo que allí sucedía.
Según esas palabras, ni el Tribunal Constitucional debió suspender los sucesivos actos ilegales del Parlament y del Govern de Cataluña, ni la Fiscalía debió denunciar los actos delictivos que allí se cometieron ni el Tribunal Supremo enjuiciar y sentenciar a los políticos sediciosos que promovieron la insurrección. Solo le falta renegar del 155 para reproducir exactamente la tesis central de los partidos independentistas: el Estado español no ha hecho justicia, sino represión (una tesis que, por cierto, sostiene y desarrolla prolijamente su flamante ministro de Universidades).
Los sublevados de octubre del 17 identificaron perfectamente lo que los frenó: las resoluciones del Tribunal Constitucional a requerimiento del Gobierno y la actuación de los tribunales a instancias de los fiscales. Cuando reconocieron al Gobierno Sánchez-Iglesias como una oportunidad que no debían desaprovechar, se referían precisamente a asegurarse de que tal cosa no vuelva a ocurrir. Si se obtiene la pasividad del Gobierno atándolo a una mesa y se neutraliza la Fiscalía desde su propia cúpula, el camino de la impunidad quedará expedito y Cataluña será, por fin, un territorio de excepcionalidad jurídica en el que cualquier cosa es admisible invocando —más bien, profanando— el sagrado nombre de la política.
Está muy claro el núcleo del entendimiento entre la Moncloa y Lledoners. Primero, me sacas de aquí cuanto antes (lo que sucederá cuando la Generalitat aplique a estos condenados todos los beneficios penitenciarios posibles y la Fiscalía lo consienta). Segundo, mientras tú estés en la Moncloa yo no declaro la independencia ni convoco unilateralmente un referéndum de autodeterminación. Tercero, a cambio de eso, te tapas los ojos y los oídos ante todo lo que hagamos en Cataluña, sea legal o ilegal, hasta alcanzar el famoso 60% de independentistas que Iceta nos marcó como objetivo. Por supuesto, nos quitas de encima a los malditos togados. Mientras tanto, nos vamos socorriendo mutuamente, aquí y allá, con el pretexto de frenar a la extrema derecha y repitiendo mucho lo del diálogo, y cada cierto tiempo escenificamos una trifulca para tranquilizar a nuestras huestes más hiperventiladas.
Para cumplimentar ese encargo, nadie como Lola Delgado. Acrisolada fidelidad al mando, cortada a pico, deudora del Jefe que la protegió cuando la pillaron en pleno contubernio con Villarejo (lo más oscuro de la policía) y Garzón (lo más turbio de la judicatura), y una virtuosa en el uso alternativo del derecho. ¿De quién depende la Fiscalía? De Lola. Pues eso.
El simple hecho de que la Fiscalía se convierta en objeto de batalla partidaria es corrosivo para el crédito de la institución. Después del gélido recibimiento del Consejo General del Poder Judicial, la nominada tendrá que pasar, antes de su nombramiento, por el escrutinio de la comisión de Justicia del Congreso. Se puede anticipar que esa sesión será una carnicería de la que saldrá una tonelada de azufre y barro que acompañará a Delgado durante todos los días de su mandato.
En el caso de Delgado, la presunción de parcialidad es abrumadora. Da igual lo que haga, está condenada de antemano a que se interprete en términos sectarios. Acaba de hacer dos campañas electorales en las que ha dado decenas de mítines. Invito a los amantes del género gore a que los repasen. Solo encontrarán loas indecorosas a las infinitas virtudes del Gran Timonel y su glorioso partido, junto a toda clase de insultos a los adversarios: fascistas, corruptos, practicantes del terrorismo machista… Un manual completo de sectarismo beligerante, la furia del converso en plena acción.
Por si no fuera suficiente con sus vidriosos manejos ministeriales, cualquiera de esos discursos es más que suficiente para inundarla de recusaciones o exigencias de abstención en cualquier causa judicial que roce la esfera política. Su situación será imposible desde el primer día: si beneficia al Gobierno, la tacharán de cipayo del poder. Si lo perjudica, se escucharán ruidos de sable en Ferraz y Moncloa: ¿para eso la pusimos ahí? Ella quedará contaminada para siempre, pero la institución también.
Uno ha visto en acción a demasiados gobiernos populistas para saber lo que sucede cuando uno de ellos decide proceder a la ocupación del poder judicial —o, en su defecto, a su descrédito público—. El daño suele ser irreparable.
Eso sí, lo que nunca falla en España es la sacrosanta y apestosa ley del embudo. Si Rajoy hubiera intentado algo similar a lo de Sánchez en estas 100 horas desatadas, los alaridos de los socialistas y de sus palafreneros mediáticos se habrían escuchado en Sebastopol. El de la ley del embudo es el espacio de consenso que les queda, el que todos practican y comparten.