IGNACIO CAMACHO-ABC
El separatismo imposta ahora un sufrimiento fingido y se reclama víctima de la violencia con lágrimas de cocodrilo
UNA de las mentiras más eficaces del independentismo ha sido la del expolio español. El lema de «España nos roba», modulado con más o menos detalle según los segmentos sociales a que iba dirigido, penetró la sociedad catalana como un afilado cuchillo porque combinaba la queja pragmática con el victimismo. Ésa fue la base de expansión del sentimiento separatista, la que daba apariencia racional al mito. La predicó el propio Pujol: su frase «España ya no nos trae cuenta» fue la señal de que el procés entraba en el período crítico.
Lo que sucedió en la revuelta de octubre fue que los que se creyeron la patraña comprobaron que la independencia tenía un precio. Y que se pagaba en efectivo, con fugas masivas de empresas y retiradas de depósitos por miles de millones de euros. A Artur Mas y sus colegas, los primeros apóstoles del destino manifiesto, los que decían que las grandes compañías se pelearían por asentarse en la nueva república, el butirreferéndum de 2014 les ha costado bastante dinero. De repente, muchos catalanes seducidos por la aventura se dieron cuenta de que les tocaba afrontar la factura de su sueño. El secesionismo parecía un buen negocio porque generaba compensaciones apaciguadoras, pero la secesión en sí misma era una ruina, una bancarrota, un hundimiento.
Desmontado por el brusco aterrizaje en la realidad, el discurso de las ventajas económicas de la ruptura ha girado hacia el de la denuncia, igualmente embustera, de un régimen autoritario. El separatismo busca ahora la coartada que lo presente como víctima no ya de la violencia económica sino física del Estado. La fábrica de posverdades empezó a funcionar desde el 1-O a todo trapo y lo ocurrido después –el 155, la fuga de Puigdemont, el encarcelamiento de su Gabinete– sirve de combustible para la exaltación del agravio. El eje de su campaña electoral va a ser una agitación paroxística y truculenta de la idea del pacífico pueblo maltratado. La autocrítica forzosa ha durado pocos días porque ningún proyecto resiste la aceptación del fracaso.
Como todo movimiento populista, el nacionalismo vive de inventar enemigos. Su estrategia esencial consiste en señalar un culpable de los problemas ciertos y adjudicarle también los ficticios. Como la trola del despojo español se ha hundido, la de la represión viene a sustituirla como vínculo colectivo. Acostumbrados a la sobreactuación, al simulacro desahogado, los soberanistas no van a ahorrar excesos de impostado sentimentalismo. Ya ha empezado Marta Rovira, estrella lacrimógena que promete dura competencia a Colau, y su impune denuncia de amenazas inventadas no es más que el principio. Si el Gobierno no se hace respetar, nos espera una avalancha de representaciones torticeras y fraudulentas de sufrimientos fingidos. Una función extra de lamentos elegíacos interpretados por un coro de bacantes plañideras con sollozos de cocodrilo.