José María Ruiz Soroa-El Correo

  • Las políticas públicas no ayudan sobre todo a inmigrantes y necesitados, sino en especial a las clases medias, y son fuertemente redistributivas

Hace unos años, en conexión con la efervescencia del proceso independentista catalán, se pusieron de moda las balanzas fiscales de las regiones, con las que se pretendía establecer cuantitativamente si cada comunidad autónoma recibía del Estado más o menos de lo que aportaba. Quienes no gustaban de este tipo de cálculos siempre adujeron en su contra que las que pagan impuestos no son las regiones, sino las personas, por lo que el valor informativo de este tipo de balanzas era más bien escaso. Pues bien, un observatorio llevado a cabo por los especialistas López Laborda, Carmen Marín y Jorge Onrubia y repetido desde 2013 en adelante, cuyo objetivo preciso es el de medir la influencia sobre la desigualdad social de las políticas públicas, permite asomarse a eso que podríamos llamar la balanza fiscal personal.

Es muy conocida la tesis-calendario de determinados clubes o asociaciones autoproclamadas ‘cívicas’ de que el ciudadano tipo medio europeo trabaja hasta el mes de junio o julio sólo para pagar sus impuestos; es mediado el año cuando queda ‘liberado’ y puede disfrutar por fin de su propio esfuerzo. Según tales números, más o menos la mitad de la renta anual generada por un ciudadano se iría en pagar impuestos. La convivencia le saldría muy cara, sería muy mal negocio para él. ¿Qué hay de cierto en ello?

Pues muy poco porque esos números no tienen en cuenta su contrapartida: lo que ese mismo ciudadano recibe del Estado, la otra cara de la moneda. Por el contrario, nuestros autores han tenido en consideración como aportaciones del Estado a las personas las ayudas monetarias directas y las pensiones públicas, así como los servicios en especie por sanidad y educación que reciben. No han tenido en cuenta que, además, el Estado aporta a las personas un bien colectivo tan esencial como el de un orden jurídico eficaz que permite la convivencia pacífica y la actividad productiva. Este aspecto queda fuera de valoración; solo se consideran las prestaciones de servicios de salud y enseñanza, las ayudas monetarias de todo tipo y las pensiones públicas que reciben las familias. Como contrapartida se toman en cuenta todos los impuestos directos e indirectos que pagan las unidades familiares, así como las cotizaciones sociales obligatorias sufragadas por ellas o por sus empresas. Tales son el debe y el haber.

Pues bien, los hallazgos del observatorio sobre el reparto de los impuestos y las prestaciones que comentamos demuestran algo muy diferente de lo que proclama la visión liberaloide. Tomando el caso del ciudadano medio español de 2020, que generó una renta de 34.087 euros anuales, se observa que abonó unos impuestos y cotizaciones por 15.727 euros, pero recibió unas ayudas y prestaciones por 18.139, de manera que su renta disponible fue de 36.258 euros, con un saldo a su favor en la balanza fiscal de 2.171. En términos más agregados, se observa que nada menos que el 70% de las familias españolas tuvieron un saldo fiscal positivo y solo el 30% más rico lo tuvo negativo, es decir, aportó más de lo que recibió.

Estos números son ciertamente impresionantes para el observador, pues implican que los beneficios del Estado de bienestar alcanzan mucho más allá de las clases pobres o necesitadas, de forma que es el grueso de la sociedad española el que resulta ser beneficiario monetario neto de la política pública. Nada menos que el 70% de las unidades familiares españolas o el 80% en el caso del País Vasco: todos los hogares de los cuatro primeros quintiles de población vasca -es decir, en términos cuantitativos todos los que reciben una renta inferior a 81.000 euros- disfrutan de un saldo neto positivo en su balanza fiscal, reciben más de lo que ponen. Solo los hogares del último quintil -el 20% más rico- salen perdiendo en sus cuentas con lo público.

Estos números deberían hacer reflexionar. Primero, porque demuestran que la mayoría no pagamos tantos impuestos como creemos en comparación con lo que recibimos, sino al revés: recibimos de más (y está bien que así sea, el problema es sostenerlo en el tiempo). Segundo, porque hacen inveraz e injusta la sensación social de que las políticas públicas ayudan sobre todo a inmigrantes y necesitados; nos ayudan a casi todos, sobre todo a las clases medias, son estas las destinatarias del grueso de la aportación pública. Tercero, porque esta acción pública es fuertemente redistributiva, en unos términos tales (80% beneficiario, 20% contribuyente en Euskadi) que ridiculizan tanta crítica demagógica a la justicia del sistema sociopolítico como se profiere. Y cuarto, porque el efecto sanador de esta política pública sobre la desigualdad social (el gran cáncer de nuestras democracias) es elevado: según demuestran los autores, la intervención pública reduce el índice de Gini español de desigualdad en la renta de un 0,58 a un 0,36, tanto como un 38% de reducción de la desigualdad. No es para tirar cohetes, pero no está mal.