Nicolás Redondo Terreros-El Correo

  •  Cuando los aliados son débiles, desleales o tienen objetivos opuestos, la conclusión es inevitable… hay momentos en que debemos decir un rotundo no

Los españoles tendemos a considerar que nos merecemos lo que nos sucede o, por lo menos, que es inevitable. De ese convencimiento nace la expresión «qué más da», tan española y que expresa de forma palmaria nuestra resignación ante el estado de cosas que nos rodea. Enfrente erupciones, en ocasiones violentas, de milenarismos revolucionarios, causa de posteriores retrocesos, o la visión nostálgica de un pasado contemplado como un seguro refugio ante las incertidumbres del presente. En la política española actual nos encontramos una rara mezcla de epifanías revolucionarias, rechazo a las abigarradas novedades que nos impone una revolución tecnológica y, ¡cómo no!, expresiones generalizadas de resignación.

En esa línea de pensamiento, envuelta en una especie de pesimismo coqueto, hemos considerado que la crisis política española se debe a nuestra eterna mala relación con la gestión del espacio público. En realidad están equivocados los que así piensan. Somos un ejemplo más de la crisis de las democracias representativas. Y sino, ¿no está inmerso en una crisis de galones EE UU que ha tenido un presidente como Trump? La confirmación de la crisis estadounidense, más allá de la toma anárquica y desordenada del Congreso, es que el personaje puede volver a dormir en la Casa Blanca. Parece también que Francia sufre una crisis política, no tanto por la contestación asilvestrada de la sociedad francesa a las medidas del presidente de la República, sino porque no parece que exista una alternativa civilizada al presidente Macron. Macron, flanqueado por el Frente Nacional de Le Pen, siempre dispuesta a que la confundan con Juana de Arco, y un tal Melechon, que ejerce de pintoresco líder de una izquierda dispuesta a volver todas las mañanas a la Bastilla; y todo ello en ausencia tanto de los socialistas como de la derecha clásica.

¿Y qué decir de Gran Bretaña? Un país, en otro tiempo capaz de unir armoniosamente la Revolución Industrial con sus costumbres ancestrales, no ha levantado cabeza desde el largo mandato de Tony Blair. Llegando a la apoteosis final cuando dio de forma abrupta la espalda a la apuesta política más trascendente desde el Imperio Romano, que no es otra cosa que la determinación pacífica y libre de un gran número de países para unirse en una nueva realidad política llamada Unión Europea, más grandiosa la aventura si tenemos en cuenta la historia de continuos y sangrientos conflictos bélicos de todos ellos.

Sí, todos los países con democracias representativas sufren una crisis de acomodación a las nuevas realidades sociales, económicas, políticas y culturales que han provocado la revolución tecnológica -cuyas últimas consecuencias desconocemos- y la globalización. Las alternativas políticas adquieren verosimilitud cuando los oponentes se encuentran débiles o en momentos de zozobra… atravesando una crisis. De esta forma China y Rusia han considerado que era el momento de contrastar sus sistemas autoritarios con las democracias liberales.

Nosotros estamos plenamente inmersos en esa gran crisis del sistema representativo. Pero a nuestra manera, condicionados por nuestro pasado. Creo, sin embargo, que existen dos diferencias fundamentales que nos deberían preocupar. La sustantiva es que esos países cuentan con una mayor solidez institucional debido a su propia historia. En ellos existe, o existe en mayor grado, una comunión de los ciudadanos con sus instituciones y un sentimiento de pasado compartido que nosotros por desgracia no poseemos.

La otra deficiencia es de coyuntura. Los políticos pueden discutir sobre la crisis económica, unos cargando el análisis sobre lo que han hecho y los otros sobre lo que queda por hacer o sobre lo que los oponentes han gestionado mal o negligentemente. Esa discusión entra de lleno en la normalidad democrática. Sin embargo, no cabe duda que la política y el sistema institucional español han sufrido un deterioro evidente, acelerado durante estos últimos años.

La necesidad del PSOE de integrar en el gobierno a un partido neocomunista, hoy fraccionado en el mismo ejecutivo, y de apoyarse, para obtener la estabilidad parlamentaria necesaria, en dos partidos que unen a su ideología extremista un profundo desprecio por España, son las causas objetivas de la degradación institucional y del embarramiento trincherista de la política española.

Hay en Europa precedentes de gobiernos de coalición, pero todos los ejemplos de gobiernos de socialdemócratas con comunistas se saldaron con desastres tanto para los primeros como para los países gobernados por la coalición. Podemos es un partido que se acerca a los problemas de los ciudadanos para justificar su impugnación al sistema o para imponer su recetario ideológico. Además debemos sumar el protagonismo político de una formación, ERC, que hace sólo unos cuantos años protagonizó un pronunciamiento al estilo decimonónico en Cataluña, y de otra, Bildu, que sigue empeñada en enriquecer y manipular la historia de ETA. Cuando los aliados son débiles, desleales o tienen objetivos opuestos, la conclusión es inevitable… hay momentos que aunque el cielo se caiga y las ambiciones personales se frustren, debemos decir un rotundo no.

Pero la solución al deterioro de la política española y a la erosión del tejido institucional no la encontraremos en otro frente alternativo. Esa coalición reactiva sería la demostración empírica del secuestro de las grandes opciones políticas por sus respectivos extremos. Pasaríamos de la levitación por el himno de Riego a que se enseñoreen de la política española los quieren seguir a lomos de Babieca. Ni pronunciamientos ‘rieguistas’ ni impulsos reaccionarios fernandinos.

Que España vuelva a recobrar el pulso político para enfrentarse a la gravísima crisis económica, para acometer el reto de los independentistas en Cataluña y devolver parte del prestigio perdido a las instituciones, depende de la capacidad de acuerdo de los dos grandes partidos nacionales. No hablo de gobiernos de coalición entre las grandes formaciones políticas nacionales, que en otros países sería la primera solución, me refiero a una coalición de intereses que garantice al primer partido la posibilidad de gobernar, un pacto sobre las grandes líneas económicas y el compromiso de no tomar decisiones sobre cuestiones unilaterales como las planteadas por los independentistas.

Estamos en una disyuntiva de emergencia. El año que viene se habrán terminado las vacaciones fiscales y económicas, favorecidas en el seno de la Unión Europea por las consecuencias de la pandemia, que también los países ricos de Europa han sufrido. Y todos sabemos que nuestra economía en un periodo de relativa austeridad no resistirá sin grandes sacrificios. La historia no define responsabilidades concretas para sus protagonistas, simplemente muestra a las generaciones futuras si se estuvo o no a la altura de los retos que les tocó enfrentar; dirá si nuestros políticos fueron capaces o siguieron enfangados en la política de campanario y tribu que hoy prevalece.