José Luis Zubizarreta-El Correo

  • La promesa electoral ha perdido crédito y hoy se usa, más que para anunciar algo que el político va a hacer, para ganarse la credulidad residual de alguna poca gente

Quienes a los años añadimos aún algo de memoria recordamos las dos sonoras promesas que Felipe González hizo al ciudadano en la campaña del otoño de 1982, por la que transitó hacia su primera y más apabullante victoria electoral. «OTAN, de entrada, no» y «800.000 nuevos puestos de trabajo» se llamaron. Ambas chocaron con la dura realidad, de orden geoestratégico, una y la otra, económico-empresarial. El error de la primera se olvidó con el triunfo del ‘sí’ en el arriesgado referéndum de 1986, por el que España confirmaría su permanencia en la organización atlántica. El de la segunda, en cambio, perduraría en la memoria política como uno de esos patinazos de campaña que se le convierten a su autor en escarnio duradero. El propio González reconocería más tarde que nunca volvería a cometerlo, consciente ya de que «los empleos los crea la empresa y no el Gobierno». Pero, recordado el hecho, procede añadir que a ninguna de las dos promesas se debió un triunfo que se había ido forjando a partir de la dilución de la UCD en la derecha y de la hegemonía ya consolidada por el PSOE en la izquierda.

Hoy, cuarenta largos años después, vuelve a plantearse en la política el valor de las promesas a la hora de ganar elecciones. Pedro Sánchez sigue creyendo en ellas. A la machacona repetición de las medidas tomadas por el Gobierno para paliar los efectos de la pandemia y la guerra en Ucrania -medidas que no han sido, por cierto, ni escasas ni irrelevantes-, ha hecho seguir ahora una desmedida oferta de promesas que tienen que ver, sobre todo, con el enquistado problema de la vivienda. A los 50.000 pisos de la SAREB, que su propia vicepresidenta primera, Nadia Calviño, había ya expurgado a 9.000 realmente disponibles, acaba de añadir esta semana otros 45.000 a cuenta de las ayudas europeas y los créditos del ICO. Como dios manda: ¡medidas de urgencia para un problema tan imprevisible como el seísmo de La Palma! Ocurre, sin embargo, que, en política, la promesa ha pervertido su sentido, no se refiere ya a los hechos -«voluntad de dar a alguien o hacer por él algo»-, sino que se dirige sólo a la credulidad del oyente, en la confianza de que, al dilatarse en el tiempo la posibilidad de verificación, no habrá a quién hacer responsable, llegado el caso, de su más que probable incumplimiento.

Se añade, además, que la credulidad ciudadana tiene ya malgastadas todas sus reservas. Y, si a ningún político se la presta hoy por principio, menos aún a alguien que haya dilapidado su crédito con profusión de promesas incumplidas. Resulta, por ello, asombrosa la pertinaz obsesión con que el aludido recurre a ellas como instrumentos de campaña. Nada menos persuasivo que abundar en lo que peor fama le ha dado a uno y exponerse a que lo ataquen, como al rey don Rodrigo, «por do más pecado había»: la mendacidad. Pues, si la veracidad no es virtud de ningún político, su ostentación es, en el caso de referencia, provocación a la mofa. Y si la promesa está hoy devaluada en política, también está desgastándose el recurso selectivo a la macroeconomía para tapar las miserias que sufre esa notable parte de la microciudadanía que acude con su papeleta a la urna. No vota, en efecto, ni el PIB ni el IPC ni la EPA ni, por supuesto, el CIS, sino el ama de casa que arrastra el carrito de la compra, el joven que vive como afrenta la promesa de una vivienda que nunca estará a su alcance, el trabajador que estira su sueldo escaso hasta fin de mes, la madre que no acaba de entender qué es eso de la conciliación o el jubilado que acude al hogar de su nombre para tomar un café a bajo precio y resguardarse del frío de la mañana.

Parecería, pues, llegado el momento, a poco más de un mes de las elecciones municipales, autonómicas o forales, y a menos de un año de las generales, de replantear las campañas de modo que no sean ecos de voces que llegan del pasado. La promesa, en concreto, es ya cáscara vacía de todo contenido creíble. Frente a ellas se imponen en la mente del elector imágenes genéricas y difusas que evocan los puntos débiles o fuertes que cada candidato deberá evitar o destacar para atraer su adhesión. Y, a este respecto, mejor le iría al Gobierno si pensase, más que en promesas, en cómo construir un escudo frente a las dos debilidades que le han quedado grabadas al elector tras estos años Frankenstein: la inconsistencia de su líder y el desbarajuste del conglomerado que lo acompaña. Lo demás son hueras palabras que Hamlet enfatizó repitiéndolas por triplicado.