Jorge Vilches-Vozpópuli
- Vox es el representante de una derecha conservadora, heredera del patriotismo social de otros tiempos, surgida en un momento de conflictos profundos, de incertidumbre
Los trumpistas españoles están en Vox, pero no tienen barbas que remojar. El partido de Santiago Abascal tiene en Trump un referente político como en su día lo tuvo Pablo Iglesias en Tsipras. El griego fracasó, pero Podemos siguió adelante y hoy gobierna. El norteamericano no ha fracasado tanto como Tsipras porque ha dejado el país en una buena situación económica, sin más conflictos bélicos, y en pugna con China. Tsipras dejó a un tercio de sus compatriotas sin sanidad pública y en una quiebra de tal envergadura que resucitó a la derecha de Nueva Democracia. En EEUU no ha resucitado el Partido Demócrata porque está tan metido en la estructura de su país que es imposible que muera.
Vox no perderá nada con la derrota de Trump si sabe jugar sus cartas, y conservar aquello que fue útil. Los voxistas tomaron del estilo de Trump aquello que conjugaba bien con sus intereses: el estilo populista, el nacionalismo conservador y victimista, la exaltación patriótica, el repudio a las instituciones internacionales, la demonización de la izquierda, del ecologismo y del feminismo, el enfrentamiento con los medios de comunicación, el rechazo a la inmigración, y la imagen de outsider.
La ‘derechita cobarde’
El equipo de Abascal imitó la estrategia trumpista: ‘batalla cultural’ con la izquierda, discurso dirigido a los hombres y búsqueda de ese voto rural que desconfía de la ‘gente de Washington’. Esta declaración de guerra suponía medir fuerzas con el paradigma progre, con sus periodistas, universidades y artistas. Detrás estaba el discurso de que la derecha, los republicanos allí, había abandonado esa ‘batalla cultural’ con la consiguiente victoria de la izquierda. Su Rajoy eran los McCain, Jeb Bush o Mitt Romney, unos “maricomplejines” representantes de la “derecha cobarde”.
Vox tenía en el norteamericano un referente victorioso, pero no más que en el italiano Salvini, el húngaro Viktor Orbán, el ruso Putin o la francesa Le Pen, tal y como apuntó Abascal en diciembre de 2018. Tomaban a Trump como símbolo, y a pesar de la derrota en las urnas -veremos en los tribunales-, sigue siendo un modelo para Vox y sus votantes. Ese victimismo, esa idea de que los progres han hurtado su victoria en las urnas, será útil durante un tiempo, al menos el suficiente como para rentabilizar su recuerdo.
La perspectiva es que, con seis meses de estado de alarma en manos de Sánchez e Iglesias, los nacionalistas catalanes y vascos obtengan pingües beneficios a costa del orden constitucional
Si a este uso de un símbolo, de primero de comunicación política, le añadimos las tres señas de identidad de Vox, no parece que sus expectativas vayan a menguar de momento. Los voxistas se alimentan de un nacionalismo español que crece a medida que los separatismos se envalentonan. La perspectiva es que, con seis meses de estado de alarma en manos de Sánchez e Iglesias, los nacionalistas catalanes y vascos obtengan pingües beneficios a costa del orden constitucional. Un ejemplo: la ley Celaá pisotea el artículo 3 de la Constitución que establece el derecho y el deber de conocer el español, y elimina el idioma común como lengua vehicular. El alborozo de ERC ha sido paralelo a la indignación general que recoge la derecha; también Vox.
La segunda seña de identidad de Vox es el enfrentamiento con los medios de comunicación tradicionales. El deseo del Gobierno socialcomunista de controlar la información con un ‘Ministerio de la Verdad’ coloca la cuestión informativa como una de las más delicadas en esta legislatura. De esta manera va a cobrar mucha importancia una de las bazas que juega Vox, que es la de reivindicar otro tipo de información más veraz, libre o crítica con el poder. Cuanto mayor sea el control gubernamental y su tarea para ocultar los hechos, más rentabilidad podrá sacar Vox si lo enfoca con ese estilo populista que caracterizaba al trumpismo.
Apariencia democrática
Por último, la mal llamada ‘guerra cultural’. Digo mal llamada porque en realidad se trata de negar las afirmaciones de la izquierda, no de llevar a ésta a un terreno nuevo de discusión, o de debatir sobre los temas verdaderamente relevantes para mantener la democracia liberal. Quizá se deba a que a Vox le interesa más la confrontación, tener protagonismo, que defender la democracia liberal. No en vano Viktor Orbán, uno de sus referentes, es el padre de la expresión “democracia iliberal”; es decir, un régimen con apariencia democrática que elimina el pluralismo y está bajo la hegemonía de un partido que dice defender la patria de enemigos internos y externos.
Furia y tempestad
Vox ha llegado para quedarse, dentro de la longevidad tradicional de los partidos. Su fidelidad de voto es muy alta, en torno al 85%, y en lugar de extinguirse en provincias, se va consolidando y extendiendo. Tampoco es la organización definitiva y visionaria, salvadora del mundo hispánico contra el hereje de izquierdas y aledaños. Es el representante de una derecha conservadora, heredera del patriotismo social de otros tiempos, surgida en un momento de conflictos profundos, de incertidumbre, y que irá madurando o desaparecerá. Le ha pasado a Ciudadanos.
Llegará un día en que esa furia y ruido que han demostrado en estos últimos seis años, siempre salpicada de insultos y bravuconadas, deje paso a la sensatez y al verdadero sentido de Estado. Esas sí son las barbas que Vox tendrá que poner a remojar si no quiere quedar como algo testimonial. Los de Abascal no deberían olvidar que después de la tempestad siempre llega la calma, que la gente se harta de matracas y cencerradas, y que acaba eligiendo a quien le permite ganarse la manduca.