Las campanas francesas repican por todos nosotros

Desintegradas las familias, amenazada la institución escolar, minada la credibilidad del Estado, primer difusor y financiero perverso de una ética de la irresponsabilidad, los lazos sociales se diluyen en la selva urbana. Una cierta Francia agoniza, víctima, en parte, del Estado y la irresponsabilidad de sus gobernantes de los últimos veinticinco años.

LA crisis de los suburbios, con su rastro de muerte, incendios, violencia y odio, quizá marque un jalón significativo en la historia de Francia, víctima de un Estado que malversa sus riquezas, empobrece su cultura y siembra la duda, la incertidumbre y la desesperación entre sus ciudadanos más desvalidos.

A lo largo del siglo XX, Francia acogió, integró y se enriqueció con la llegada, no siempre pacífica ni bien acogida, de centenas de millares de refugiados e inmigrantes polacos, italianos, austriacos, armenios, españoles, portugueses, griegos, judíos, católicos, agnósticos, musulmanes, ortodoxos, etc., que llegaban a la periferia de París y las grandes ciudades de provincias, pertrechados con una maleta de cartón, en busca de pan y libertad.

¿Por qué ha proliferado la violencia en algunos de los 750 guetos oficialmente censados, donde el Estado lleva varias décadas invirtiendo miles de millones de francos y euros con el fin de paliar la pobreza y favorecer la integración?…

De entrada, un recuerdo: la minoría violenta no puede ocultar una realidad anterior y palmaria. La administración, la economía, la política y la cultura francesa de nuestro tiempo se benefician desde hace muchos años del reconocimiento de inmigrantes e hijos de inmigrantes argelinos, marroquíes, libaneses, mauritanos, nativos de todas las antiguas colonias africanas, españoles hijos de antiguos refugiados acogidos en los campos de concentración de Saint-Ciprien o Argelés, que a lo largo de una sola generación han conseguido instalarse en el confort de una situación social envidiable, con frecuencia gracias a su esfuerzo y tenacidad personal, en un medio hostil, pero aceptados, respetados, integrados y finalmente fundidos, a través del matrimonio, en una sociedad libre, donde la escuela enseñaba y era el modelo de una ética de la responsabilidad cívica.

Tal funcionamiento de las metamorfosis de la sociedad francesa había permanecido estable, con estallidos de violencia esporádicos, aquí o allá, durante varios siglos. Durante los últimos veinticinco o treinta años, el funcionamiento perverso del Estado, víctima de demagogos de izquierda (Mitterrand) y derecha (Chirac), ha destruido y podrido, con mucha frecuencia, algunos de los fundamentos de la antigua casa común del pueblo francés.

La escuela pública todavía funcionaba en mi adolescencia con una eficacia envidiable. Cumplí quince años en Saint-Etienne (Loire), en un barrio de inmigrantes polacos y refugiados políticos españoles, en una escuela pública donde fui recibido con el saludo poco amable de «sucio español», antes de recibir el apoyo de un maestro que me presentó como una víctima inocente a la que era urgente ayudar, como así ocurrió, gracias a la camaradería fraternal de mis condiscípulos.

Para el primogénito de una familia murciana condenada al destierro y el desarraigo, poder educarse en una escuela pública francesa era una oportunidad y un gran honor. Muchos años más tarde, cuando llegó el día de llevar a mi hijo mayor, Juan Florencio, 15 años, a una escuela pública parisina, en un barrio acomodado, consulté el caso con un amigo diplomático, que me dio una respuesta inmediata: «No lo dudes. Llévalo a la escuela de tu barrio. La escuela pública francesa es muy buena».

Así lo hice. Aquel verano, Carmen y yo repetimos hasta la saciedad la misma lección: «JF, tus padres trabajan mucho. Tu trabajo, a partir de septiembre, será ir a la escuela. Y sacar buenas notas. Trabajando». A los ocho días del inicio del curso escolar, la maestra de mi hijo me convocó escandalizada: «¡¿Pero que ha hecho usted?!… ¡Su hijo dice que él ha venido a la escuela a trabajar…!».

Aquella noche, Carmen, nacida en Toulouse, educada en el rigor estricto de la obligada excelencia escolar de una cierta aristocracia obrera, hizo los cálculos contables de nuestra menguada economía doméstica, para terminar sentenciando: «Haremos un esfuerzo y llevaremos a nuestros hijos a Stanislas». Stanislas es uno de los colegios privados de referencia, en saludable competencia con los grandes liceos del servicio público, Henri IV y Louis-le-Grand. Hasta hoy. La factura mensual de dos hijos menores en un colegio privado es una partida muy gravosa para la modesta economía de un corresponsal de prensa; pero la pagamos gustosos, para intentar dar a JF y PJ las oportunidades que nosotros tuvimos en la escuela pública, cuya crisis, como símbolo trágico de la crisis de Francia, data de hace veinte o treinta años, para dejar de ser el antiguo crisol de ciudadanos libres y responsables.

La crisis de la escuela francesa es indisociable de la crisis misma del Estado, que se ha convertido en una rémora inmovilista para el resto de Europa, tras haber dinamitado el antiguo Pacto de estabilidad y crecimiento, tras haber incumplido todas las promesas y compromisos de liberalización, tras imponer a sus propios ciudadanos un crecimiento económico irrisorio y una gestión catastrófica de la riqueza, endeudando a la colectividad para una o dos generaciones.

Mirando hacia atrás, sin ira, ahora sabemos que la crisis francesa y occidental del mes de mayo de 1968 fue una crisis de identidad, prosperidad, crecimiento, de solución finalmente feliz. Un eslogan como «sed realistas, pedid lo imposible» forma parte de una cierta ética voluntarista y confiada en el progreso solidario. Por el contrario, los blogs que han sido utilizados para propagar la agitación y la violencia en los suburbios franceses lanzaban consignas de muy otra índole: «… pasta, sexo y rap…».

Basta con visitar algunos chats frecuentados por adolescentes para comprobar que una parte significativa de la juventud que vive en guetos suburbanos rechaza, critica y condena esas llamaradas de odio criminal. Pero es una evidencia que el incendio de automóviles, la violencia ciega, se han transformado en señas de identidad de una cierta juventud marginal, que vive en una geografía urbana que ha sido descrita como «Libano-sur-Seine» en algunos blogs, como «Una temporada en el infierno», donde se han recogido grafittis callejeros de este tipo: «Libanos…», «… la guerra continúa…».

Pintadas que bien ilustran el nivel de desintegración familiar y social de algunos suburbios, a diez minutos cortos de la catedral de Nôtre-Dame, a las puertas de la catedral de Saint-Denis, donde están enterrados los Reyes de Francia. En Saint-Denis viven ancianos, hombres, mujeres y niños de medio centenar de nacionalidades y otras tantas lenguas, de creencias religiosas muy distintas y comportamientos culturales (ablación, poligamia) poco enraizados en las seculares tradiciones locales.

Desintegradas las familias, amenazada la institución escolar, minada la credibilidad del Estado, primer difusor y financiero perverso de una ética de la irresponsabilidad, los lazos sociales se diluyen en la selva urbana, donde impera la ley del más fuerte, la brutalidad zoológica, el hedonismo desalmado de bandas de seres desarraigados -administrativamente franceses, sin saber qué pudo o pudiera ser Francia, donde ellos nacieron por azar- capaces de matar al vecino para robarle 50 euros con los que comprarse unas zapatillas o una camiseta de marca, fabricada a bajo precio en un taller ilegal de inmigrantes vietnamitas que sí creen en la familia, sí creen en el trabajo y sí se integran, enriqueciéndose en menos de una generación.

Una cierta Francia agoniza, víctima, en parte, del Estado y la irresponsabilidad de sus gobernantes de los últimos veinticinco años. Una nueva Francia se alumbra en el fragor del odio y la desesperación suburbana. Las llamas iluminan las escuelas y los hospitales con una luz pavorosa.

(Juan Pedro Quiñonero es escritor y periodista)

Juan Pedro Quiñonero, ABC, 10/11/2005