El Correo-ANÁLISIS JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA

El uso desmesurado del lenguaje se practica en toda la política española, que está instalada en la trinchera y el sectarismo

Las frases no atacan al Estado». Tal fue la respuesta que la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, dio a la de «vamos a atacar al Estado español injusto» que, poco antes, había pronunciado el president de la Generalitat, Joaquim Torra. Nadie pone en duda que la respuesta es coherente con la voluntad que rige en el Gobierno de aplicar una terapia antiinflamatoria al conflicto catalán. Pero no es mi intención entrar a enjuiciar el acierto o desacierto de esa terapia. Más interesante me parece reflexionar sobre lo que la respuesta implica de desprecio a la virtualidad de la palabra en el ejercicio de la política. De lo otro diré que, si las frases no atacan al Estado, tampoco lo defienden. Y lo de la vicepresidenta no pasó de ser una frase.

Ahora bien, será difícil encontrar otro contexto en el que mejor se evidencie la efectividad de la palabra que el propio en que se pronunciaron las frases citadas. Y es que, si algo ha caracterizado al conflicto catalán, es precisamente el empleo de unas palabras que, repetidas día a día y año tras año, en continuo crescendo, han tenido la virtualidad de crear las condiciones de posibilidad para que el conflicto explotara. Palabras han sido, en efecto, más que actos, lo que ha hecho prender en la política catalana un incendio que resulta muy difícil de controlar y casi imposible de apagar.

De hecho, el desprecio a la virtualidad de la palabra debería correr con parte de la deuda contraída en lo ocurrido. Esperar a que se consumara la irreversibilidad de los ‘actos’ para luego ‘actuar’, sin responder a su debido tiempo, con rigor y mesura, a tanta frase desmesurada como desde hacía tiempo venía pronunciándose, ha sido uno de los factores, y no el menor, que han permitido que se haya llegado a la situación en que nos hallamos. Las palabras –las «frases» que dice la vicepresidenta– han creado opinión, avivado la pasión, predispuesto a la acción y justificado y hecho normales los actos que de ellas se han derivado. Si nunca se hubieran pronunciado, no estaríamos donde estamos; como tampoco, si se hubieran replicado a su tiempo y con acierto. Las palabras, como las armas, las carga el diablo.

Pero lo ocurrido en Cataluña es ya, por desgracia, leche derramada sobre la que lamentarse sólo conduce a la melancolía. Lo preocupante es que el mismo uso desmesurado del lenguaje e idéntico desprecio de su virtualidad se practican en toda la política española. Son ya habituales en uno y otro bando, porque de bandos cabe hablar en nuestra política actual, palabras que, como fascismo o bolivarismo, sólo logran, al igual que la vacua retórica que a cada paso se reclama de derechas o de izquierdas, polarizar, por puro electoralismo, la sociedad, dividiéndola en facciones irreconciliables. Y no se trata de la consecuencia del debate ideológico. Sólo es la del atrincheramiento facilón y sectario detrás de temas de extrema sensibilidad emocional (inmigración, conflicto territorial, memoria histórica o presos y víctimas) al que se acude con el fin de excitar pasiones que luego resultan incontrolables. Se trata de vaciar el centro, que se ha hecho vergonzante lugar de encuentro, y empujarse unos a otros hacia los extremos, donde se construyen los baluartes desde los que atacar al enemigo.

El extremo de la derecha, por la competición interna que vive, quizá esté hoy más expuesto a esa radicalización. Sus salidas de tono se habrían tomado hace poco por excentricidades de una política democráticamente inmadura. Pero hoy encuentran modelo y estímulo en corrientes que amenazan con ser mayoritarias en otros países europeos de acendrada democracia. El riesgo de volver a tiempos pasados que se daban por superados se hace así mayor, dada las posibilidades de emulación, acogida y refuerzo mutuos. De hecho, muchas de esas corrientes se hallan ya hoy mezcladas en un mismo grupo europarlamentario. Y nadie puede creerse inmune. Las pasiones acaban arrastrando a quienes las han desencadenado. Para colmo, no se escucha en Europa esa palabra cuerda y con autoridad bastante para frenar tanta desmesura y tanto desvarío.