El Correo-ANTONIO RIVERA

Lo de los lazos amarillos es un problema relacionado con la neutralidad del espacio público, con su no privatización mediante una fuerza calculada y masiva. Y los vascos sabemos de eso

Exceptuando la violencia asesina contra el que piensa distinto –impropia de una revolución postmoderna–, el proceso separatista catalán se aplica con esmero a copiar lo peor de la aportación de algunos vascos a la política. Diferentes observadores han señalado ya rasgos de batasunización en el desprecio de la ley, en el retorcimiento del lenguaje o en la actuación de partidas del tipo CDR o juventudes de algunas formaciones. Por su parte, hay que reconocer que, en lo que hace al comportamiento de los dirigentes institucionales, en los años del Plan Ibarretxe ninguno de ellos se planteó ni el engaño, ni la opción abiertamente ilegal, ni tampoco un uso tan férreamente exclusivista de los medios de comunicación públicos. La verdad es que lo de Cataluña sorprende cada día más y de manera notable la actuación de sus élites de todo tipo. Sin excepción. De las culturales a las eclesiásticas, pasando, cómo no, por las políticas. El minarete en que han convertido el Ayuntamiento de Vic, desde donde diariamente los altavoces arengan a los vecinos y les indican cuáles han de ser sus comportamientos patrióticos, deja pequeña cualquier práctica de reclutamiento para asistir a manifestaciones o para colaborar por la fuerza en causas populares llevadas a cabo por nuestros ‘hachebitas’ en los peores momentos y en la Euskadi más caníbal.

La polémica por los lazos amarillos es otra muestra de esa deriva. Por fin parece que se hace sitio la evidencia de que no se trata de un problema de libertad de expresión, sino de otro bien distinto relacionado con la neutralidad del espacio público, con su no privatización mediante una fuerza calculada y masiva. Nosotros sabemos de eso y por eso nos resultaba extraño escuchar a tanto diletante tratando de confundir la realidad. El mundo civil de ETA se aplicó desde finales de los setenta a la movilización callejera, entre otras artes. Pero en los 80 y 90, y después, cuando tenía definido su espacio político sin posible rival, se dedicó a privatizar los escenarios colectivos por la vía de ocuparlos al completo, impidiendo físicamente su convivencia con otras expresiones. Determinadas zonas del callejero, plazas, balconadas y balaustres, rotondas, universidades, paredes y cualquier superficie susceptible de colgar un afiche quedaron para ellos solos. En mi facultad ocuparon hasta el suelo y los techos, de manera que resultaba casi imposible no pisar o apartar alguno de sus carteles en el tránsito ordinario, como haría un fascista cualquiera.

El espacio común se connota con identificaciones particulares (carteles, pancartas, megáfonos…) en ejercicio de la libertad de expresión. Cualquiera puede hacerlo, siempre que no sea lesivo para el derecho de otros. Pero cuando ese ejercicio de libertad se hace exhaustivo y su resultado buscado es la desaparición forzada de cualquier otra manera de pensar, acabamos de invadir otro territorio, que tiene nombres muy feos. Si eso se hace a partir de la iniciativa o con la protección de los poderes públicos, ya estamos en mitad del cenagal. Un balcón municipal no es de la mayoría de la Corporación, ni tampoco de la mayoría de los vecinos de ese lugar. Un balcón municipal es de todos los vecinos, aunque solo hubiera uno que pensara distinto. Para eso están las enseñas institucionales, no partidarias, representativas de todo el mundo, sin excepción. O las iniciativas de bondad universal, solo discutibles desde la maldad. Una bandera catalana con una estrella no podría colgar de un balcón municipal en un país decente; no digamos ya otro tipo de simbología a más a más exclusivista. Pero tampoco en espacios comunes, como playas, puentes, señales de tráfico y así. Es más, la ley debiera perseguir esa práctica y sancionar a esas autoridades, ignorantes de los deberes de su condición.

Más complicado es cuando la privatización del escenario público por saturación de mensajes se hace acumulando gestos individuales. El derecho a la libertad de expresión prima ahí –por ejemplo, que por voluntad de cada cual una inmensa mayoría porte en su solapa el lazo amarillo (o churro) referido a los políticos encarcelados–, pero su ejercicio masificado en un espacio acaba repitiendo la intención autoritaria. Esta revolución postmoderna es una combinación de uso de todo el poder del Estado (catalán, en este caso) y de movilización de una parte importante de la sociedad. No es fácil establecer un tope de afiches particulares a partir del que la libertad de cada cual se convierte en agresión por invasión mancomunada del espacio general.

Un lío en el que no ha querido entrar la Fiscalía, tan aplicada a la política de apaciguamiento gubernamental como preocupada por la primera causa judicial contra un particular que tuviera puesta una reiterada señal en la pared de la lonja de su propiedad. También el Derecho es consciente de que en ocasiones la aplicación de una determinada ley genera más problemas de los que soluciona, y por eso contempla evitar excesos de celo. En todo caso, lazos amarillos o simbología masiva de cualquier cariz expuesta así, desde el poder o desde abajo, con intención de apabullar, no son sino expresión de un proceso político –el ‘procés’ secesionista– desconocedor de la diferencia entre democracia y Estado de Derecho. Otra realidad que también conocemos, cuando Juanjo proponía echarlo a votos y así dinamitar la convivencia social. Entonces aquel remataba tan beatífica intención con una desesperante (y retórica) interrogación: «¿Qué tiene de malo?».