JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • A Marcelino Camacho, que había sufrido largos años de cárcel, debemos la más sentida defensa de la Ley de Amnistía

Con el silencio de la práctica totalidad de los medios, la asociación que tengo el honor de presidir rindió el martes pasado homenaje a las víctimas de las checas de Madrid. Nos reunimos donde estuvo la del socialista Agapito García Atadell, un palacete desaparecido en una calle que ya no existe. El tiempo arrasa con todo, y el silencio condena al olvido. Compatriotas que habían ordenado la muerte de otros coincidieron en las primeras Cortes democráticas, las constituyentes. El entendimiento, sobre el que se levanta nuestra evanescente era de libertad y prosperidad, se había logrado mucho antes de su formalización; desde que los padres de mis coetáneos, niños en la guerra, decidieron mayoritariamente no hablarnos de aquel pasado, no removerlo, no envenenarnos con la causa de nuestros abuelos. El propio PCE llamó a la reconciliación en 1956.

Una nueva sociedad española nació en 1977, y solo miró atrás para sellar esa reconciliación. A Marcelino Camacho, que había sufrido largos años de cárcel, debemos la más sentida defensa de la Ley de Amnistía. Descartado el pasado como herramienta política, España no solo se abrazaba de facto, sino también de ‘iure’. El pasado sangriento era historia, y sólo como historia se iba a contemplar. El PCE fue inequívoco al respecto, y el PSOE –que había capitalizado gracias a ayudas externas e internas, y a la inteligencia política de González y Guerra, una lucha antifranquista en la que apenas participó– se atuvo a la misma regla de oro. Hasta Zapatero.

La ‘memoria histórica’ del expresidente (hoy dedicado al cabildeo de diversas dictaduras) y la ‘memoria democrática’ de Sánchez han dado al traste con el fundamento moral del sistema. La historia dejó de ser lo que era para convertirse en un cuento simplicísimo de buenos y malos a usar como herramienta política presente. La operación, bastante exitosa de momento, está llamada a volverse contra ellos. La razón es simple: ni las ideologías se heredan, ni es posible establecer continuidad alguna entre el bando nacional y la actual derecha democrática, cuyo voto se divide entre un partido nacido en el último cuarto del siglo XX y otro nacido en el siglo XXI. Una continuidad formal que sí se da en la izquierda y el nacionalismo; las siglas del sanchismo –como bloque o como régimen– nutrieron uno de los bandos: PSOE, PCE, ERC, PNV. El objetivo de su apuesta es evidente: esa continuidad formal, lejos de ser una carga, será un activo al imponerse la visión zapaterista y sanchista de la Segunda República y la Guerra Civil. Tal montaje exige, como se ha dicho, de una manipulación que se divide en dos partes. La primera parte consiste en beatificar a un bando que cuesta llamar republicano, puesto que el PCE y la mayor parte del PSOE eran partidos revolucionarios. El socialista, en concreto, había organizado una revolución en 1934 que preveía convertir en Guerra Civil, mientras los separatistas catalanes daban su propio golpe de Estado. En ambos casos, la excusa fue que la CEDA, ganadora de las elecciones del 33, había introducido a tres ministros en el Gobierno de Lerroux, líder del segundo partido de España. Como empieza a suceder hoy, a la derecha se le negaba legitimidad para gobernar, aunque ganara las elecciones. A la segunda parte del montaje ya se ha aludido, y se traduce actualmente, en pleno 2023, en el comodín de Franco. La acusación de franquista a un político del PP causa, en vez de risa, que es lo que debiera, un impacto que coloca al atacado en una posición defensiva inexplicable pero cierta. Y a la defensiva nunca se gana, menos aún cuando la hegemonía cultural es del adversario.

Es por todas estas lamentables circunstancias que la asociación Pie en Pared, tomando la palabra a la retórica oficial, reclama memoria para todas las víctimas inocentes. Eso sí, sin importar el signo político de sus verdugos.

El PSOE dirigió más checas que ninguna otra formación en el Madrid de 1936. Escogimos el lugar donde estuvo la checa de García Atadell por una curiosa unanimidad sobre él: era preciso detenerlo. Sí, fueron las autoridades republicanas las que comunicaron a las nacionales la presencia en Canarias, presto a dejar España, de ese socialista que sembró el terror, la tortura y el crimen con sus brigadas. La razón: Atadell había robado a otros chequistas. Pero antes pudo cometer sus crímenes gracias al apoyo de los ministros socialistas Galarza y De Gracia, a su afinidad con el líder socialista Indalecio Prieto, y a la ayuda de la Agrupación Socialista de Madrid. En dos meses y medio detuvo a 800 personas. Como muchos otros chequistas, detenía para saquear a los delatados por una red de porteros ligada a la UGT. El señalamiento respondía a su fe o a sus ideas, en teoría. En la práctica se debió en muchos casos a envidias o rencillas ajenas a la política.

El acto en recuerdo de las tres mil personas asesinadas tras juicios bufos y sumarísimos en la red de checas de Madrid (también de las que fueron arbitrariamente detenidas, y torturadas) ha sido acogido por casi todos los medios con absoluta indiferencia. Para que la memoria democrática del sanchismo, que es en realidad una ley de olvido parcial, no se imponga a la historia y a la verdad, después del acto nos dirigimos al Ayuntamiento de Madrid. Venían Esperanza Aguirre y otros miembros de la Junta Directiva de Pie en Pared. Allí entregamos en mano al alcalde Martínez Almeida una carta solicitando sea colocada una placa en los 340 lugares geolocalizados dentro de la capital donde consta que hubo una checa. Si es historia, es historia. Si es memoria, debe ser total.