JORGE URDÁNOZ GANUZA-EL CORREO. Profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra
- Una mayoría absoluta es la pesadilla perfecta desde una perspectiva liberal. El pluripartidismo dificulta que un solo sujeto cope todas las instituciones
Al igual que cualquier otra creación humana, la separación de poderes ha sufrido considerables modificaciones desde que fue ideada, allá en el siglo XVIII, por pensadores como Montesquieu o Madison. Es tradicional apelar a la distinción entre legislativo, ejecutivo y judicial, y sospecho que ése es el único esquema con el que la mayoría de los analistas siguen funcionando. Pero esa clásica división a tres es hoy poco menos que una referencia escolástica aprendida ‘urbi et orbi’, en buena medida vacía y carente, por tanto, de demasiado sentido en algunos entramados institucionales, entre ellos el nuestro.
En el origen de la distinción entre los tres poderes -siglo XVIII, lo repito porque es importante asumir que ha llovido mucho- no existían partidos políticos. Cada uno de esos tres poderes se originaba de modo autónomo y diferenciado. El legislativo, en un parlamento electo. El ejecutivo, en su caso, mediante una elección popular, pero diferente a la del parlamento. El judicial, mediante la provisión de jueces al aparato del Estado.
Imaginemos un universo político sin partidos. El parlamento lo configuran notables y próceres, personas elegidas en su distrito por su relevancia meramente personal. El presidente del gobierno, otro tanto. En una situación así, el ejecutivo y el legislativo se configuran como poderes diferentes el uno del otro y, por tanto, pueden controlarse entre sí. Ese universo estalla por los aires en el siglo XX, con el sufragio universal y la aparición de los partidos políticos, que lo copan todo y, o bien matizan mucho la diferencia entre esos dos poderes, o bien la hacen desaparecer del todo.
En países como Estados Unidos sigue habiendo diferencias entre los dos poderes, pero tan matizadas por los partidos que quedan por completo desdibujadas. Ahí el presidente surge de una elección y el parlamento de otra. En una configuración así, muchas veces el presidente es de un partido y el parlamento de otro, y por tanto se vigilan. Pero incluso entonces son los partidos los protagonistas: si un mismo partido tiene mayoría en el ejecutivo y en el legislativo, el control, por definición, casi no existe.
Eso es lo que ocurre en democracias parlamentarias como la nuestra. Aquí no hay una elección diferenciada del ejecutivo. Lo único que elegimos en España es el legislativo, y luego el propio legislativo elige al presidente del gobierno. Si en 1982 o en 2004 Felipe González y Aznar eran a la vez el presidente del ejecutivo y el presidente del partido con mayoría absoluta del legislativo, ¿cómo se van a controlar? ¿Van a desdoblarse? En escenarios institucionales así, la distinción entre el ejecutivo y el legislativo es papel mojado, un latiguillo memorístico que seguimos recitando, pero que carece de demasiado recorrido real.
Una mayoría absoluta constituye una pesadilla perfecta desde una perspectiva liberal: un solo sujeto que copa dos poderes del Estado y que goza, en consecuencia, de un poder casi omnímodo. Es eso lo que explica que, durante los años del bipartidismo, en una dinámica que desgraciadamente todavía perdura, los dos grandes partidos que se turnaban en el poder se atrevieran a colonizar otras instancias del Estado: nada se lo impedía. Una de las mayores virtudes del pluripartidismo consiste en que dificulta -ojalá lo impidiera, pero no es el caso- que eso acontezca de nuevo. En los gobiernos de coalición son varios partidos los que acceden al poder y, lógicamente, se controlan entre sí.
Las constantes acusaciones de «deslealtad» a uno de los dos partidos que conforman el actual Gobierno no denotan, por ello, otra cosa que una incomprensión profunda de los mecanismos actuales de la división de poderes o, lo que es peor, la nostalgia por los buenos tiempos del bipartidismo, cuando no había quien chistara las decisiones del líder, a excepción, claro, de una oposición en minoría y, por tanto, sin poder hasta las próximas elecciones.