Si consideramos que existe una coacción inaceptable, nuestro deber es invocar la intervención del Estado de Derecho para que se restablezcan las condiciones democráticas. En caso contrario, lo que debemos hacer es callar
El concepto de democracia ha dejado de constituir la referencia de un sistema concreto de gobierno para convertirse en lo que el profesor Lucas Verdú denomina un «principio de cultura». Para nosotros, democracia es sinónimo de civilización. Ni se nos pasa por la cabeza que un país desarrollado tenga un régimen político no democrático, por lo que pierde importancia su morfología concreta, lo fundamental será, ahora, la ‘sustancia’, la calidad democrática del sistema político en que se viva, sea republicano o monárquico, unitario o federal, etcétera. Desde esta perspectiva interna, material y no formal de la democracia, la cuestión consistirá en evaluar la medida en que se hacen presentes unas condiciones ‘canónicas’ indicadoras del grado de calidad democrática, tanto, por ejemplo, de una norma constitucional, como de una situación dada.
El politólogo Adam Przeworski ha determinado con acierto y sencillez que estas condiciones son la representación, el mandato y el control. Representación señala la necesidad de que el poder político, que reside en la ciudadanía, sea ejercido de modo delegado por representantes libremente elegidos por el electorado. El mandato supone que el poder ejecutivo no sea autónomo y esté constreñido al desarrollo de políticas determinadas por el pueblo a través de los procesos electorales y de sus representantes electos. El control, en fin, implica que el titular de la soberanía tenga la seguridad de que las posibles desviaciones respecto de sus mandatos puedan ser detectadas y corregidas eficazmente, tanto a través del control del gobierno por el órgano representativo como mediante una suficiente separación e independencia del poder judicial, etcétera.
La representación necesita, por su parte, de sufragio libre, potestad legislativa y presupuestaria y supremacía política respecto del poder ejecutivo. Y, para que se pueda hablar de sufragio democrático, encontramos, asimismo, los clásicos requisitos de que éste sea universal, libre, igual, directo y secreto. Sólo un sufragio de este tipo garantiza el derecho fundamental de todo ciudadano a participar en los asuntos públicos tal y como, por cierto, señala el artículo 23 de nuestra Constitucion. Condiciones que, evidentemente, son exigibles en cualquier proceso electoral.
La pregunta que se plantea, entonces, es: ¿podemos afirmar que en todos y cada uno de los municipios de Euskadi se producen las condiciones de universalidad, libertad, igualdad y secreto que hacen que el sufragio -activo (elegir) y pasivo (presentarse para ser elegido)- pueda ser considerado válido?
La cuestión tiene una enorme importancia para la democracia misma en Euskadi y en España, porque si las fuerzas políticas presentan sus candidaturas y los electores acuden de modo suficiente a las urnas en el día de los comicios, el proceso electoral queda legitimado y de nada sirven lamentaciones ni comentarios posteriores que vayan a echar sombras indemostrables sobre la validez del proceso electoral. ‘Vox Populi Vox Dei’. No pueden sostenerse simultáneamente dos discursos tan radicalmente contrarios y excluyentes como que en determinadas zonas del País Vasco (si no en todo él) buena parte de los ciudadanos viven amenazados y faltos de libertad y, por otro lado, que los partidos van a comparecer a las próximas elecciones, ‘por encima de todo’.
Si somos conscientes de que esa falta de libertad y ese clima de opresión coacciona severamente la igualdad política es nuestro deber cívico denunciarlo, impidiendo que el atentado se consolide y otorgue a unos u otros un poder político ilegítimamente obtenido. Si no se dan las condiciones de la democracia, no queda otro camino que suspender su trastornado ejercicio y recuperar, antes que nada, la garantía de los derechos fundamentales.
¿Cómo hacerlo? A mi juicio, es necesario pasar de una argumentación filosófica y generalista sobre la falta de libertad a una impugnación concreta ante la Junta Electoral, organismo cuya finalidad no es otra que la «garantía de la transparencia y objetividad del proceso electoral» (art. 8.1 de la L.O. 5/1985 del Régimen Electoral General) y que tiene, entre otras, la misión de «resolver las quejas, reclamaciones y recursos de los ciudadanos» (art. 19.h).
Las fuerzas políticas o grupos de electores que consideren coaccionada gravemente su libertad de sufragio deben hacerlo constar mediante el correspondiente recurso electoral, muy particularmente al inicio del procedimiento, recurriendo la proclamación de candidaturas, manifestación primera del derecho a ser elegido, que ha de ejercerse con plena libertad para que pueda ser considerada válida (arts. 44 y 49 de la LOREG).
Es importante constatar que la resolución de proclamación que dicta la Junta Electoral puede ser recurrida en unos plazos brevísimos ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo y, en su caso, en amparo ante el Tribunal Constitucional, obligando de este modo a que la cuestión abandone el mundo puramente especulativo y tome cuerpo allá donde se ventila la seguridad jurídica de los ciudadanos: los tribunales de Justicia.
Así pues, si consideramos que existe una coacción inaceptable, nuestro deber es invocar la intervención del Estado de Derecho para que se restablezcan las condiciones democráticas (art. 24 CE) y someternos, disciplinada y esperanzadamente, a sus designios.
En caso contrario, lo que debemos hacer es callar, pues mantener incoherentemente ambos discursos desmoraliza gratuitamente al ciudadano que presta oídos a un mensaje catastrófico para ver como luego los partidos se hacen trampas a sí mismos.
Rafael Iturriaga en EL CORREO, 19/3/2003