FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Pese a los obstáculos levantados por quienes pergeñaron este escándalo de corrupción, EL MUNDO y la Justicia han logrado que aflore la verdad.

AL POCO de acceder a la secretaría general del PSOE, tuve ocasión de presentar al actual presidente en funciones, Pedro Sánchez, con motivo de su participación en el ciclo de la España necesaria, promovido por EL MUNDO. En aquel noviembre de 2015, sonrió y me dijo: «Hay que ver lo que nos ha cambiado la vida». Asentí cortésmente, al tiempo que le deslicé: «A alguno más que al otro». Tácitamente, rememorábamos las veces que habíamos coincidido en los estudios de Veo7. Él era uno de los comisionados por la Ejecutiva federal para defender a dos presidentes nacionales del PSOE y de Andalucía, Manuel Chaves y José Antonio Griñán, frente a las denuncias que EL MUNDO destapaba sobre el fraude de los ERE y otros episodios de pareja enjundia. Ahora, ha de digerir las aseveraciones que hizo a cuenta de inventario y que se le vuelven en contra cuando configura un gobierno con Podemos. Por eso, contempló con alivio que la decisión judicial no se conociera antes de los comicios, merced a una fortuita avería informática, y que precipitara el acuerdo con Podemos antes de hacerse público el fallo.

Aquello que achacaba a puras fabulaciones son ya hechos probados en una sentencia que los principales condenados torpedearon por todos los medios al alcance de un partido-régimen, como ha sido 40 años el PSOE andaluz, cuna del grupo que renovó el PSOE tras la Guerra Civil, y en el que la impunidad parecía estarle asegurada. No es una hipérbole. Por fortuna, no ha acaecido con los ERE como con cierto caso de corrupción en el que hubo que devolverle hasta el maletín al comisionista cogido in fraganti por la Policía con las coimas de las constructoras beneficiadas por Junta. Por eso, puede hablarse de un antes y un después tras la condena de ayer a dos ex presidentes, cinco ex consejeros –entre ellos, la ex ministra Magdalena Álvarez– y una partida de ex altos cargos que casi iguala en número a los 40 ladrones de Alí Babá. Por medio de la socialización de la corrupción, el PSOE emulaba aquel PRI mexicano al que Vargas Llosa tildó de «dictadura perfecta». Excepción hecha de Baviera, pero en sus antípodas económicas, Andalucía era la única región europea en la que no operaba la alternancia y donde el PSOE se quedó a un solo año de completar la redonda cifra de 40 de inalterada hegemonía.

Durante 19 años de mandarinato, Chaves se había ido de rositas de un prolijo correlato de abusos ante la pasividad de una Justicia que ni estaba ni se la esperaba: desde el crédito personal de la Caja de Jerez que le fue condonado, al espionaje de los presidentes rebeldes de dos entidades de ahorro sevillanas, pasando por el nepotismo en favor de sus hermanos –partícipes del juego del tres en raya por el que un Chaves aprobaba los presupuestos, otro los adjudicaba como director general de Deportes y un tercero se lucraba como agraciado con la concesión–, los trajines como comisionista de la Junta de su hijo Iván o la ayuda de 10,1 millones a la sociedad minera apoderada por su hija Paula, tras haberlo hecho antes para Abengoa, a la que los tribunales le acaban de anular una adjudicación minera de la Junta. «Un padre desea lo mejor para sus hijos», argüiría uno de sus consejeros.

Todo se precipitó y adquirió unos derroteros imprevistos cuando el 27 de diciembre de 2010, dentro de las pesquisas sobre el galimatías de Mercasevilla –lonja del agio al por mayor–, EL MUNDO desveló que la Junta venía sufragando prejubilaciones ilegales desde una década antes. De esta guisa, se destapó el procedimiento dispuesto para posibilitar el mayor caso de corrupción de la historia de la Administración española. Fue la punta del iceberg de un embrollo colosal por parte de quienes, como los personajes parasitarios de Los miserables de Víctor Hugo, gozaban de «la alegría de sentirse irresponsables y de que pueden devorarlo todo sin inquietud». Este capital hallazgo periodístico atestiguaba que la Junta era un Patio de Monipodio en el que la corrupción no era una malformación del sistema, sino el sistema mismo. Secundando el adagio de que siempre hay que seguirle la pista al dinero, sin dejarse despistar por pícaros que originaban la lógica indignación, pero que coadyuvaban a dar la sensación de que eran asuntos de poca monta, EL MUNDO acreditó que Chaves y los suyos habían articulado un dispositivo para eludir la fiscalización de las subvenciones. Todo mediante un «fondo de reptiles» que institucionalizó «la arbitrariedad y la discrecionalidad –concluyó la juez instructora, Mercedes Alaya– en la concesión de ayudas públicas, para permitir un uso abusivo en el manejo de los fondos públicos y poder regalar fraudulentamente ayudas a un extensísimo grupo de personas físicas y jurídicas, próximo a los cargos de la Junta y del PSOE».

El expolio de caudales asignados a los parados ha superado, según la sentencia, los 679 millones sin contarse el escamoteo, en paralelo, a cuenta de los cursos de formación con el concurso de sindicatos y patronal, así como de la administración paralela de la Junta. Estos caudales no sólo reportaron prejubilaciones falsas a intrusos que jamás pusieron pie en las empresas agraciadas, sino que engrasaron la maquinaria electoral socialista. Por eso, la Junta se resistió a aclarar esta corrupción institucionalizada que produjo lucro personal y político al PSOE.

Hasta alcanzar el final de la escalera, la juez Alaya expió una biliosa campaña denigratoria por parte de Alfonso Guerra, a la que se sumaron con igual mendacidad otros conmilitones que la tacharon de «persona enferma». A la par que estos «fiscales de la inocencia y verdugos de la virtud», que dijo el clásico, se afanaban en herir su honra y abrasar su fama, la magistrada debió pechar con los intentos por recusarla, cuando no por expulsarla de la carrera. Por fortuna, la validación de su instrucción por el juez del Tribunal Supremo Alberto J. Barreiro, cuando el aforamiento de Chaves y Griñán puso el sumario en sus manos, salvó a Alaya en un momento crítico, cuya labor fue saboteada por muchos de quienes debían ampararla. Valgan dos botones de muestra: el entonces presidente del Consejo General del Poder Judicial, Gonzalo Moliner, la amenazó en 2013 con expedientarla por su supuesta demora cuando era el gobierno socialista quien le negaba o retenía las pruebas que reclamaba. Y lo hizo en Sevilla minutos antes de sentarse a la mesa de Griñán en el Palacio de San Telmo. A la par, el presidente del TSJA, Lorenzo del Río, maniobraba para apartarla mientras ocultaba que la Junta le costeaba la vivienda familiar como si fuera un cargo de la administración. Atendiendo al método de Le Carré para distinguir la casualidad de la causalidad: una coincidencia puede ser casual, dos prueban la sospecha y tres la certifican; las suspicacias ya sobrepasaban esa tercera fase.

Conocida la sentencia, hay que subrayar la entereza de una jueza a la que las autoridades socialistas acusaron de «subvertir el Estado democrático» en una tierra en la que la corrupción se encostró por la permisividad, cuando no la connivencia, de los obligados, por juramento y sueldo, a perseguirla. A riesgo de ostracismo social, Alaya no sólo enfrentó en clara inferioridad de medios a un enjambre de leguleyos sufragados por los contribuyentes, sino a quienes debieran haberla protegido de los ataques en medio de una soledad incómoda, pero inevitable cuando se trata de decirle la verdad al poder.

Como admitió el fiscal Anticorrupción en las conclusiones del juicio, todos los concernidos tomaron la decisión de no querer ver lo que tenían delante de sus narices. Una copla de ciegos en tiempos de reedición de la picaresca. Incluso el Ministerio Público participó de esa ceguera voluntaria. Así, cuando la Policía Judicial acabó de transcribir una cinta en la que dos directivos de Mercasevilla exigían una comisión del 50% a dos empresarios por una subvención de 900.000 euros para una escuela de hostelería arguyendo que una parte iba a la Junta, «que colabora con quien colabora», se pudo oír la voz de la experiencia en la Jefatura Superior de Sevilla: «Hay que ver el disgusto tan grande que se va a llevar doña María José [Segarra, fiscal jefe de Sevilla entonces y hoy del Estado] cuando le hagamos llegar el informe». Ciertamente, una embarazosa papeleta para la fiscal jefe en unos predios en los que la corrupción gubernamental no se investigaba desde 2000, cuando ETA segó la vida del entonces fiscal jefe de Andalucía, Luis Portero. Bregando contracorriente, batalló contra el renacimiento del «pícaro» y los espabilados que trajinaban en «un terreno abonado por la riqueza subterránea». Tras años en los que Andalucía fue coto vedado a estas pesquisas, la corrupción creció amamantada a los pechos de la loba de la Junta y su leche nutricia cebó a un sinnúmero de Rómulos y Remos.

A modo de justicia poética, el destino –llamemos así a la tenacidad del periodismo y a la perseverancia de Alaya hasta acarrearle una neuralgia de trigémino– quiso que uno de los «cuatro golfos» a los que aludió Chaves para quitarse el mochuelo de los ERE podridos y depositarlo en subalternos de tercera, fuera el propio ex presidente. Análogamente, su sucesor Griñán no suspendió el engranaje que se encontró al sustituir a Magdalena Álvarez en la Consejería de Hacienda e hizo oídos sordos a las 15 advertencias, 15, del interventor, amén de cebar la bomba del «fondo de reptiles». A diferencia de «el bueno de Manolo», como llamaba González a Chaves, esa doble circunstancia ha ocasionado una pena de seis años a quien fue de sobrado desde la época en que su maestro de Derecho en Sevilla, Miguel Rodríguez-Piñero, luego presidente del Constitucional, lo motejó como El Enterao.

Con estos antecedentes, irritaba que ambos ex presidentes le echaran el muerto al maestro armero, esto es, al interventor, cuando desatendieron unos avisos que, para qué engañarse, estaban de más para quienes, sin su consentimiento, era imposible el enjuague. Su impostura fue secundada por la heredera de ambos, Susana Díaz, quien dijo que la Junta se personaría en el proceso para recuperar hasta el último euro robado y que, en la práctica, se valió de la personación para hacer un control de daños y auxiliar a los imputados. Un fraude procesal en toda regla y una burla a los ciudadanos. Practicando el mal pregonando que honraba el bien, Díaz ponía cara de arrobo ante el espejo, mientras perseguía a los contados medios críticos en una comunidad en la que la mayoría vivía de los favores del poder.

Ante una defraudación consentida de más de 679 millones, la Prensa (cuando menos alguna Prensa) no falló llevando sus averiguaciones a las puertas del juzgado y que la Audiencia de Sevilla ha refrendado. Unas indagaciones en las que EL MUNDO y sus profesionales se dejaron jirones no sólo de papel sino de piel. «O portet ut scandala eveniant» («Está bien que los escándalos exploten»), enseña el proverbio latino para que la sangre no se envenene y la gangrena no traiga la muerte.