JAVIER TAJADURA TEJADA-El CORREO

Es necesario regular por ley la absoluta transparencia económica tanto de la Corona como de su titular y resolver las dudas sobre el orden de la sucesión

La arquitectura de cualquier régimen parlamentario en el que el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo sostiene ejercen la dirección política culmina siempre en una jefatura del Estado, que puede ser bien electiva y temporal (República parlamentaria), bien hereditaria y vitalicia (Monarquía parlamentaria). En ambos casos, la institución es clave de bóveda del edificio constitucional y desempeña una función simbólica, moderadora e integradora imprescindible para el correcto funcionamiento del Estado. Para el buen desempeño de su función, el jefe del Estado debe configurarse como un poder neutral, no partidista, capaz de integrar a todos los ciudadanos y de representar la unidad y la continuidad de la nación. Desde esta óptica, la forma monárquica presenta la evidente ventaja de que la transmisión hereditaria garantiza esa imprescindible neutralidad de forma mucho más segura y efectiva de lo que lo hace cualquier procedimiento electivo. Y evita además que la jefatura del Estado se convierta en una institución divisiva o polarizadora. En definitiva, contribuye de forma indiscutible a la estabilidad del régimen político. No es por ello casual que algunas de las democracias más consolidadas y avanzadas del mundo (Noruega, Suecia, Dinamarca, Reino Unido o Países Bajos, entre otras) sean monarquías parlamentarias.

Todo esto es algo que conviene recordar en un momento en que, aprovechando la crisis provocada por el traslado fuera de España del Rey emérito, algunos han iniciado una campaña contra la Monarquía. Campaña cuyo potencial desestabilizador no deberíamos subestimar. Para hacer frente con éxito a quienes, en última instancia, pretenden deslegitimar primero y destruir después nuestro sistema político e institucional, los poderes públicos no pueden continuar en una actitud meramente defensiva. Es preciso pasar a la acción. Y en una Monarquía parlamentaria, la acción corresponde, básicamente, a las Cortes Generales.

La única forma que tiene la Monarquía de garantizar su continuidad a largo plazo pasa por reforzar la idea de que hace seis años, con Felipe VI, se inició un nuevo reinado con unas reglas igualmente nuevas. Es preciso escenificar y trasladar efectivamente a la opinión pública la ruptura que Felipe VI ha llevado a cabo con ciertas prácticas de su antecesor incompatibles con la ejemplaridad. En enero de 2015, el Rey impuso unas normas de transparencia financiera y relativas a la prohibición de aceptación de regalos que, de haberse implantado antes, nos habrían ahorrado bastantes disgustos. No se puede exigir a Felipe VI más de lo que ha hecho. Son las Cortes las que deben tomar ya la iniciativa.

En primer lugar, es preciso elaborar y aprobar al amparo de lo previsto en el artículo 57.5 de la Constitución española una ley orgánica que resuelva las dudas en el orden de sucesión en el sentido de establecer, con toda claridad y contundencia, que ciertos comportamientos privados o de sus cónyuges determinan la exclusión de él de una persona. Y que establezca también, con carácter general, todo lo relativo a la abdicación, advirtiendo que, tras la misma, el Rey que da ese paso queda excluido definitivamente del orden sucesorio. Esto último es necesario porque voces autorizadas (por ejemplo, el profesor Cruz Villalón, expresidente del Tribunal Constitucional) sostienen lo contrario recordando, probablemente, el precedente de Felipe V, que abdicó en favor de su hijo Luis I en enero de 1724 y tras la muerte de este, pocos meses después, subió por segunda vez al trono.

En segundo lugar, y para reforzar las iniciativas adoptadas por Felipe VI, las Cortes Generales deberían aprobar una ley que garantizase la absoluta transparencia económica de la Corona como institución y también de su titular. En este ámbito es preferible pecar por exceso que por defecto. Los franceses conocen hasta el gasto de peluquería de su presidente. Es la única forma de combatir eficazmente las mentiras y la demagogia. Habría que dar también rango legal a un principio elemental de prudencia: los Reyes no hacen negocios. Y la Heredera tampoco.

Con la aprobación de este corpus legislativo, las Cortes transmitirían un doble mensaje. Por un lado, de escenificación de su compromiso con la Corona como institución lo que resulta imprescindible en el contexto actual. Por otro, de confirmación de la línea ya iniciada por Felipe VI para depurar la institución del elemento que más daño le ha causado: la opacidad económica.

En definitiva, en el contexto de la crisis provocada por la marcha de don Juan Carlos, la elaboración y aprobación de estas leyes debería ser una prioridad legislativa absoluta; la otra sería la reforma de la legislación orgánica en materia de salud para hacer frente a la epidemia de Covid-19. Resulta por ello muy desalentador escuchar a los representantes de los partidos que sostienen al Gobierno cuando advierten que sus prioridades son, a día de hoy, la aprobación de las leyes de igualdad y de memoria democrática. Se pone así de manifiesto un muy preocupante distanciamiento del Parlamento respecto a los problemas reales y objetivos de España.

El Parlamento debe depurar la institución de lo que más daño le hace: la opacidad económica