LUIS HARANBURU ALTUNA-El CORREO

España es más pobre e inestable desde que gobierna Sánchez

Dice el refrán que «unos llevan la fama y otros cardan la lana» y parece ser cierto si nos atenemos a la reputación de España. La fama de progresista que se gasta nuestro actual Gobierno tiene la contrapartida de una realidad que el común de la gente percibe como calamitosa y regresiva. Es esa gente quien carda la lana. La reputación debe mucho al marketing y a la propaganda, pero también a la persuasión de rebaño de quienes se prestan al juego político de las adhesiones inquebrantables. La reputación es algo que se da y se quita. Aunque por distintas causas, personalidades como Plácido Domingo, Woody Allen o el Rey emérito se han visto recientemente despojados de su reputación. ¿Quién les restituirá su buen nombre? Ellos carecen de un gabinete de propaganda capaz de convertir un fracaso en milagro o un descrédito en fortuna.

Lo hemos visto recientemente con nuestro amado presidente Sánchez, que al regresar de la turbulentas negociaciones de Bruselas, donde le cupo en suerte en papel de «oyente activo» y ver frustradas sus expectativas, fue recibido con pasillos de aplausos en la Moncloa y desaforado entusiasmo de los suyos en el Congreso. Pero la reputación es una realidad líquida y puede durar lo que un telediario cuando los hechos asoman en todo su espeluznante dramatismo. Los hechos que configuran la realidad actual de España, tras la primera acometida del Covid y el desplome espectacular de nuestra economía, no dan para famas ni para «robustas» reputaciones; suponen, más bien, la ruina de nuestra reputación como país. Otra cosa es que desde el gabinete de propaganda de Iván Redondo se nos quiera enmascarar la realidad hablando de ‘nueva normalidad’ y de «robusto» crecimiento futuro de nuestra economía.

Hubo un tiempo en el que la reputación y la fama eran justos atributos del heroísmo, de la inteligencia o de la virtud. Actualmente, la reputación es fruto del marketing y de las campañas de imagen. La reputación es fruto de la propaganda que, a su vez, es hija del poder y del dinero. Hace poco José Varela Ortega publicó un brillante ensayo (‘España: un relato de grandeza y de odio’) en el que repasaba la historia de la reputación de España. Una historia hecha de grandezas y odios, pero que no es inmune a la percepción, interesada o no, de quienes nos han tratado, observado y ponderado. Decía Unamuno que la identidad de cada cual es una triple realidad en la que se suman la identidad tal como nos percibimos a nosotros mismos, la identidad que los otros nos asignan y, finalmente, nuestra verdadera identidad. Es obvio que el actual Gobierno progresista, feminista y ecológico que nos preside posee una gran autoestima y piensa que su reputación es alta e inmejorable. Así lo atestiguan los medios públicos que monopoliza y el entorno cortesano que lo rodea.

La reputación de España, sin embargo, ni es la que el Gobierno le atribuye ni es la que suelen asignarle algunos países de larga tradición antiespañola como Inglaterra, Bélgica u Holanda. La reputación que en realidad le corresponde a España es, pese a nuestra clase política y los soberanistas vascos y catalanes, francamente positiva. La mala reputación de España se debe, tal vez, a algunos defectos que históricamente nos hemos empeñado en cultivar; pero se debe, ante todo, a la mala gestión de nuestros gobernantes. Entre los hechos que justifican nuestra mala reputación figura la existencia de gobiernos débiles que vegetan al socaire de nacionalismos disgregadores o de populismos de rancia estirpe. Los españoles somos gente laboriosa, pero se nos ve como ociosos juerguistas. Somos gente de fiar y de palabra, pero nos consideran insolventes. Somos cultos y cosmopolitas, pero nos consideran zafios y paletos. Somos gente común, pero nos consideran extraños europeos del sur.

Un Gobierno que se dice «de progreso» debería poner en cuarentena la alta estima en la que se tiene cuando los científicos que han escrito una ponderada crítica en la revista ‘The Lancet’ consideran escandaloso el balance de la gestión del coronavirus en España. Un Gobierno que se dice progresista debería pensárselo cuando el PIB se desploma un 18% en el último trimestre, retrocediendo a posiciones de hace una década. ¿Es esto el progreso? Nuestro panglosiano presidente se ufana de lo bien que lo hace y se solaza con los aplausos de sus cortesanos, pero la realidad es que desde que nos gobierna Sánchez España es más pobre, políticamente más inestable, con un paro creciente y con menos expectativas de futuro para nuestros jóvenes.

Ante el terrible panorama que nos espera al regreso de las vacaciones, Sánchez Castejón debería reflexionar sobre el desbarajuste en el que nos ha metido. La resurrección y entierro de Franco le sirvió para ganar en reputación para con los suyos y parece que ahora con el destierro posmoderno de nuestro Rey emérito vuelve a caer en la tentación de tomar a los españoles por botarates. Nunca estuvo la reputación de España tan entredicho y es que el progreso de España no cabe confundirlo con la progresión personal en el poder.