Qué poco dura la alegría… Tras 28 meses de angustias económicas, provocadas por la aparición de la pandemia, nos las prometíamos felices. Basábamos la ilusión en el hecho cierto de que la crisis era exógena al mundo de la economía y de origen sanitario. Fue devastadora en el aspecto humano, morían personas, pero no causó daños materiales. No se trataba de una guerra que destruye infraestructuras e instalaciones ni de un terremoto financiero que tumba balances y asfixia tesorerías. Por eso, estábamos convencidos de que, una vez descubiertas con rapidez las vacunas y tras haber sido distribuidas con eficacia, las cosas volverían de inmediato a la normalidad. Es decir, al consumo recuperado, a las inversiones retomadas, al empleo restablecido y a la actividad en marcha.
El pasado verano vimos el objetivo al alcance de la mano, pero a la vuelta de las vacaciones el panorama ha vuelto a oscurecerse. Han aparecido una serie de factores que nos llevan ante nuevos y graves problemas. La subida de la electricidad ha sido el que más atención ha recibido. Pero no es el único, y a veces y para algunos, ni siquiera el más grave. La electricidad sube básicamente por el fuego cruzado del coste de las emisiones del CO2 y la subida del gas. Lo primero es una decisión propia. Si queremos un medio ambiente limpio hay que reducir emisiones y nada más eficaz para ello que encarecer su coste. ¿Se nos ha ido la mano? Pues no sé, pero el coste ha crecido de manera importante.
Lo del gas es algo aún más complejo. No disponemos de esa materia prima y hemos renunciado a explotarla e incluso a buscarla por motivos también medioambientales. Hay muchos pueblos en cuya entrada figura el lema ‘Fracking no’. Arantxa Tapia se quejaba de ello con amargura y acierto en el Parlamento vasco. Pues eso. Las posibilidades de acopiarnos del gas que necesitamos son contadas y las conexiones, tanto por tierra como por mar, escasas. Depender de países como Argelia, Marruecos, Rusia, etc. es cualquier cosa menos confortable y la llegada del invierno elevará el consumo y avivará las tensiones.
Los costes energéticos está poniendo en apuros a la industria intensiva en su consumo, pero tampoco eso es todo. Los fletes se han disparado, por culpa de una oferta poco flexible y bastante cartelizada, y las frecuencias a muchos destinos se han complicado hasta causar trastornos en la recepción de materias primas y en el envío de productos terminados.
Total, que muchas empresas de nuestro entorno empiezan a aflorar dificultades en los costes y a planificar paros en las producciones. Habitualmente estos problemas terminan cuando se trasladan los costes a los precios, pero ese es un proceso largo, duro y penoso que no siempre es posible y, cuando no lo es, termina en pérdidas de clientes o en pérdidas de resultados. Y, si lo es, nos aboca a un proceso inflacionista que tiene sus propias derivas, casi todas malas. En resumen, la crisis muta, como el virus, y necesitamos nuevas vacunas de esas que no fabrican los laboratorios. Las cosas se complican y mucho.