GABRIEL TORTELLA-EL MUNDO

El autor explica que izquierda y derecha significan hoy cosas muy distintas de las que simbolizaban en plena Revolución francesa. Y se asombra de cómo se denigra aún a partidos políticos llamándolos ‘fachas’.

EN EL DEBATE político, la topografía parece haber reemplazado a la sustancia. Por decirlo un poco más claro, los partidos se acusan los unos a los otros de estar a la derecha o a la izquierda, como si la posición en el espectro político fuera argumento bastante para descalificar al adversario. Raramente se emprende la labor de formular una crítica de las políticas que preconiza ese adversario. Basta con situarlo en el lado malo del hemiciclo para condenarlo y anatematizarlo. Hay una suerte de guiño al potencial elector, como quien dice «usted ya sabe a qué me refiero; no me hace falta ser más específico».

Y no hablemos del polisémico epíteto de facha, elisión de fascista, término de origen italiano, como es bien sabido, que designaba al partido de Mussolini. Muchos pensarán que facha es una castellanización del vocablo italiano, pero no es cierto: facha es otra de las muchísimas palabras que los españoles hemos importado de la vecina península latina. «Vaya una facha llevas», se dice a menudo, siendo la palabra facha una manera peyorativa de decir aspecto, apariencia. Pese a lo mucho que se emplea esta expresión, pocos saben que la palabra deriva del italiano faccia, es decir, faz, cara, y que, por lo tanto, están sustituyendo un italianismo por otro. En todo caso, facha se ha convertido en la muletilla derogatoria favorita de los que se consideran de izquierda para denigrar a quienes consideran de derecha. Y tiene gracia oír a tantos nacionalistas catalanes y vascos llamar fachas a los no nacionalistas por el mero hecho de serlo (es decir, de no ser nacionalistas), sin duda olvidando que la palabra nazi es otra elisión, esta vez del alemán, y que significa miembro del partido Nacionalsocialista (NationalSozialist), el partido de Hitler, Göring, Goebbels y demás cuadrilla, que era el homólogo alemán y estrecho aliado del de Mussolini. Es decir, que resulta grotesco oír a un semi-nazi llamar facha al que no ni es ni fascista ni nazi. Pero bien, se dice que cree el ladrón que todos son de su condición.

En esta cuestión, como en tantas otras, no hay simetría terminológica. Uno diría que el equivalente de facha para los del otro lado del espectro sería rojo; pero rojo, como término político, no es peyorativo, en España al menos. Al contrario, es más bien elogioso. Véase si no el cariño con el que se emplea por algunos el término la Roja para designar a la selección nacional de fútbol. La designación es, cuando menos, imprecisa, porque no es la española la única selección que viste camiseta de ese color. En todo caso, ya puede imaginarse lo que ocurriría si a alguien le diera por llamar a la selección la facha. La falta de simetría política que se da en nuestro país es sin duda consecuencia del triunfo del franquismo en la Guerra Civil y de los casi 40 años de dictadura que siguieron. Es menos deshonroso entre nosotros ser visto como seguidor de Carrillo o de Negrín que de Franco o de José Antonio Primo de Rivera. A este respecto, siempre recordaré una frase que me dijo mi padre cuando vio mi juvenil entusiasmo por el régimen republicano: «Hijo mío, lo más parecido a la España franquista era la España republicana». Y eso que él siempre fue republicano y admirador de Azaña; pero había pasado la Guerra Civil en Barcelona y estaba de vuelta de muchas cosas, igual, por cierto, que el propio Azaña, como puede comprobar quien lea sus memorias de guerra.

A causa de esta asimetría, el argumento topográfico en política tiene muchas ventajas, sobre todo para la izquierda; entre otras cosas, evita engorrosos debates pormenorizados sobre políticas específicas. Y es que, aunque el debate serio y detallado de los respectivos programas es una obligación primordial que los políticos tienen para con los electores, constituye para los primeros un terreno minado (las meteduras de pata pueden ser embarazosas, e incluso letales) donde, además, podría quedar de manifiesto que la dicotomía derecha-izquierda apenas tiene sentido en la España (y en el mundo desarrollado) actual.

En efecto, esta dicotomía nació en las primeras cámaras parlamentarias semidemocráticas de la Revolución francesa, donde los grupos políticos recibieron nombres que designaban su emplazamiento habitual en el recinto parlamentario. A la derecha se agruparon los conservadores, a la izquierda los revolucionarios, y en la parte más alta del hemiciclo la extrema izquierda, generalmente definidos como la Montaña, los cuales a su vez llamaban la Llanura a los conservadores y la Caverna a los reaccionarios. Los revolucionarios, cuyo grupo más importante era el de los jacobinos, querían liquidar lo que dio en llamarse el antiguo régimen, con sus estamentos y grupos privilegiados, con sus diferencias regionales, y sus múltiples estatutos. Para los jacobinos, el progreso exigía crear una nación sin distingos ni barreras, donde predominaran la libertad y la igualdad, haciendo tabla rasa de las complejas divisiones estamentales y territoriales del antiguo régimen. A este ideal igualitario se refería Machado cuando escribía: «Hay en mis venas gotas de sangre jacobina».

Pues bien, hoy el jacobinismo en España se sitúa en la llamada derecha, y la pretendida izquierda se ha tornado reaccionaria, cavernícola, partidaria de dividir la sociedad, por territorios, cada uno con sus diferentes derechos y sus estatutos que codifican singularidades y privilegios, a la manera de los fueros medievales (no en vano se habla todavía de territorios forales), también por sexos (o géneros, como se dice ahora con pudibundez léxica anglosajona), por minorías, religiones, sensibilidades, inclinaciones sexuales, culturas, y lo que se tercie. Se anima desde la izquierda al ciudadano a proclamarse miembro de una minoría y reclamar un fuero especial, muy probablemente con derecho a subvención. Lo que en la Francia revolucionaria era la Caverna hoy es la progresía. Y viceversa, hoy la derecha es jacobina. En estas condiciones, la izquierda topográfica prefiere no entrar en materias de filosofía política. Ya lo decía el poeta Bartrina: «Si quieres ser feliz, como me dices, no analices, muchacho, no analices». Sostiene Félix Ovejero que hoy la izquierda ha abandonado el análisis y la razón, y es toda sensibilidades, identidades y orientaciones.

HAY ACTUALMENTE en España no tres derechas, como vienen proclamando las dos izquierdas, sino cinco, a saber: Ciudadanos, Partido Popular, Vox, Partido Nacionalista Vasco y Partido Democrático Catalán (o como se llamen hoy los sucesores de Convergència). Estos dos últimos partidos son mucho más de derechas que los otros, porque además de extremadamente conservadores socialmente, no son jacobinos, sino nacionalistas, que, como sabemos, es una ideología lindando con el nazi-fascismo. Las dos izquierdas (es decir, PSOE y Podemos), sin embargo, prefieren olvidarse de ellos cuando hablan de sus adversarios, porque cuentan con los votos de las derechas cuarta y quinta para alcanzar el poder, que es lo único en que piensan hoy nuestras izquierdas.

En conclusión, desconfiemos de la topografía política, que es una metáfora nacida hace casi dos siglos y medio en una sociedad y unas circunstancias que diferían grandemente de las de hoy. Izquierda y derecha significan en nuestros días cosas muy distintas de las que simbolizaban en plena Revolución francesa y el elector de hoy puede quedar gravemente defraudado si se deja guiar por esta terminología caduca para orientarse en el laberinto electoral español. Si queremos votar con conocimiento de causa debemos buscar los contenidos programáticos y las más que probables alianzas de los partidos, y olvidarnos de la engañosa topografía. Ello implica un poco más de trabajo de investigación para sortear la falsa dicotomía derecha-izquierda. Pero el trabajo rendirá sus frutos: votaremos sabiendo exactamente lo que hacemos. España, y nosotros mismos, lo agradeceremos.

Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Capitalismo y revolución y coautor de Cataluña en España. Historia y mito (con J. L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga), ambos publicados por la editorial Gadir.