JAVIER TAJADURA TEJADA-EL CORREO
- La falta de consenso político y el riesgo de que una revisión sin límites acabe por derribar el modelo explican que no se vislumbren cambios en el horizonte
Cuando la Constitución está a punto de cumplir 43 años cabe plantear la cuestión relativa a su estado de salud. ¿Está plenamente asentada y consolidada o se ciernen sobre ella peligros que es preciso conjurar? Preguntas que nos remiten también a la cuestión de la necesidad o no de proceder a su reforma y que, en todo caso, nos obligan a recordar el valor de la Carta Magna de 1978.
Salvo que pretendamos incurrir en un formidable ejercicio de falsificación de la realidad, es preciso partir del reconocimiento de que la Constitución cuyo día se celebra mañana ha permitido a los españoles disfrutar del más largo periodo de libertad y prosperidad de su secular historia. El denominado «régimen del 78» ha situado a nuestro país en el privilegiado y reducido grupo -veinte estados- de democracias avanzadas y plenas. Ahora bien, como toda obra humana, el texto constitucional es perfectible. La reforma constitucional es el procedimiento previsto para su mejora y perfeccionamiento a fin de adaptarlo a los cambios políticos, económicos y sociales. Sin embargo, a diferencia de otras constituciones de nuestro entorno -Alemania, Francia, Portugal, etc.-, que han sido modificadas en numerosas ocasiones, la nuestra solo ha experimentado dos cambios formales y muy puntuales -en 1992 y 2011- como consecuencia del proceso de integración europea. Desde esta óptica, la reforma es una asignatura pendiente de nuestro sistema. Es imprescindible, por lo que se refiere a la organización territorial del poder, para cerrar el modelo autonómico y resultaría muy conveniente también para adaptar la ley de leyes al estadio actual de la UE. La supresión de la discriminación de la mujer en la sucesión a la Corona y el reconocimiento de la ampliación de determinados derechos, como el matrimonio, aconsejan también cambios en esos ámbitos.
En este contexto, dos son los interrogantes a responder: ¿por qué no se ha llevado a cabo ninguna de estas reformas?, ¿qué consecuencia se derivan de ello?
Al cumplir 43 años, necesita cambios en la ampliación de derechos, la Corona y las autonomías
Dos son los motivos principales que explican la ausencia de reformas. Uno fundamental y de carácter puramente político y otro de tipo técnico-jurídico. La Constitución no se reforma debido a la situación de polarización política extrema que padecemos. Esta situación se traduce en que los grandes partidos vertebradores del sistema han sido incapaces de llegar a acuerdos para hacer frente a la situación de crisis -económica, sanitaria, territorial, etc.- que vivimos. En ese escenario, no existe el consenso mínimo necesario que permita alcanzar las mayorías parlamentarias cualificadas -tres quintos o dos tercios- que, según los preceptos a reformar, requiere el procedimiento.
A ello se añade otro obstáculo de tipo técnico: el hecho de que en España, a diferencia de otros países, la reforma no se comprende como un instrumento de defensa de la Constitución; es decir, como una actividad materialmente limitada. Esto es, reconocer que en la Constitución existe un núcleo intangible integrado por los principios y valores que fundamentan el Estado y por aquellos otros que forman sus señas de identidad de nuestro país, y que no puede ser suprimido mediante una reforma porque ello supondría la destrucción de la Carta Magna (no su reforma). Solo así es posible diferenciar la reforma constitucional (cambios en la Constitución) al servicio de su defensa y de la destrucción constitucional (cambios de Constitución).
La dificultad crónica para reformar la Carta Magna puede poner en peligro su supervivencia
Esta distinción que resulta clara y evidente en Francia, Italia, Alemania o Portugal no es aceptada en España. Los preceptos que regulan la reforma han sido interpretados por nuestro Tribunal Constitucional en el sentido de que no hay ningún núcleo intangible y que el poder de reforma es materialmente absoluto e ilimitado. Ello explica que aquellos -entre los que me incluyo- que consideramos que convendría abrir un proceso reformista lo veamos al mismo tiempo con temor ante el riesgo de que sea utilizado por algunos no para el legítimo propósito de perfeccionar el texto, sino para intentar su derrumbe.
La falta de consenso político y la peligrosa idea de que el procedimiento de reforma no tiene límites materiales y puede servir también para derribar el edificio constitucional explican que no se vislumbre reforma alguna en el horizonte. Ahora bien, esa dificultad crónica para reformar la Constitución puede acabar poniendo en peligro su supervivencia. En este sentido, conviene hacer dos observaciones. La primera, que ninguno de los graves problemas políticos que padecemos -polarización, sectarismo, cortoplacismo, etc.- traen causa de su articulado. Son problemas que no pueden resolverse mediante la reforma porque se refieren no al texto, sino a la (in)cultura política vigente. La segunda, que una Constitución que no se reforma debido a la imposibilidad de forjar consensos puede acabar marchitándose y perder su condición de norma viva.
Desde esta óptica, la principal virtud de cualquier reforma constitucional consistiría -con independencia de su concreto contenido- en poner de manifiesto que el consenso político sigue siendo posible y que los grandes partidos continúan cumpliendo su función de vertebrar el mejor sistema político que ha tenido España a lo largo de su historia. Al fin y al cabo, la democracia constitucional, como el césped, requiere riegos y cuidados continuos para sobrevivir y en los últimos tiempos los jardineros -los grandes partidos nacionales- la han descuidado, cuando no maltratado gravemente, con actos tan vergonzosos como la última renovación de magistrados del Tribunal Constitucional.