Joseba Arregi-El Correo

Llaman pacto al acuerdo Sánchez-Iglesias, pero es un compromiso de perdedores, debido al miedo al abismo, al espanto a ser tragados por la historia

Dos no riñen si uno no quiere, dos no pactan si uno no quiere. El pacto es más difícil todavía si ninguno de los participantes quiere pactar. En la situación política española actual está claro que algunos no quieren pactar, lo han dicho explícitamente, otros ponen condiciones sabiendo de antemano que no se pueden cumplir, algún otro quiere gobernar en solitario aunque no tenga la mayoría absoluta de votos emitidos.

Pero de nada vale desgañitarse argumentando la necesidad de pacto para gobernar con estabilidad y capacidad de reformas serias duraderas si no se analizan previamente cuáles son las dificultades de pacto con las que nos encontramos en la cultura y en la sociedad actuales, y cuáles son las condiciones que dificultan sobremanera el pacto en cualquier ámbito de la sociedad. De nada sirve la fórmula mágica a la que recurren muchos políticos cuando reclaman que si existe voluntad política todo es posible. Esta frase pone de manifiesto la creencia, en sí misma imposibilitante del pacto, de hacerlo depender de la voluntad subjetiva.

El día en que escribo estas líneas se ha conocido un escrito firmado por miles de científicos hablando de lo que es necesario para luchar de verdad contra el cambio climático. Lo que reclaman, resumido en una frase, es un profundo cambio social, cambio de mentalidad, cambio radical de cultura. Y añaden que son conscientes de la dificultad que entraña un tal cambio de mentalidad, un cambio drástico social, un cambio radical de cultura. Lo mismo sucede con las posibilidades del pacto. El primer problema nace de que en la cultura posmoderna actual las palabras han dejado de significar. Han sido vaciadas. El nominalismo -los nombres no poseen realidad- ha llegado a su triunfo total.

No se trata de desconocimiento de la lengua que se habla, que también. Es más grave: cada hablante se ha constituido por obra y gracia de la cultura moderna en un dios que dota a las palabras del significado que quiere, cambiándolo cuando y como lo quiere. Si el ser humano construye el mundo de la cultura en la que vive por medio de las palabras, si cada uno es al mismo tiempo un dios que construye el significado de las palabras, cada uno va creando su propio mundo en el que se manifiesta su omnipotencia.

Pactar, sin embargo, implica reconocer la parte de verdad del otro, aceptar que las palabras que usamos poseen en sí mismas un significado que transciende la voluntad individual de quien las usa, un contenido que vincula a quien las profiere, a quien las escucha, las lee. Se crea una comunidad de significado. Por eso hablamos, para entendernos. Por eso se dialoga, porque cada uno no es pleno en sí mismo, necesita de la visión del otro para ir dotando a las palabras de un sentido y significado común.

El relativismo posmodernista se ha tragado todo esto: todo vale, no hay nada común, priva lo privativo sobre lo común, cada uno es su propio pequeño dios en su mundo y se basta a sí mismo. Todos convertidos en pequeños carlistas tradicionalistas radicales que predican el «sólo Dios basta», siendo cada uno de ellos el que se basta a sí mismo. En el espacio aconfesional de la política democrática no hay sitio para ese «solo Dios basta», y por eso tampoco hay sitio para los pequeños dioses que se bastan a sí mismos y no necesitan comunicar con nadie pues lo saben todo ya. Si uno es dueño y poseedor de la moral de la historia, si uno es poseedor del progresismo, si uno es dueño de la unidad de la patria, si uno es dueño del significado del diálogo y siempre son los otros los que se niegan, si uno es dueño de la memoria histórica, si es dueño del amor más puro a la nación, el terruño, la lengua propia, la propia tradición y sobre todo el propio sentimiento de pertenencia, ¿cuál es el objeto del pacto?

Tanto exhumar a Franco, pero aún no hemos aprendido que en el espacio público de la democracia, si la aconfesionalidad del Estado significa algo, no hay lugar para las verdades últimas, para las legitimidades últimas. No hemos aprendido que ninguna ley positiva puede contener ni la verdad, ni la justicia, ni la legitimidad definitivas. Todas tienen el valor de haber sido acordadas según reglas y procesos que nos hemos dado y hemos aceptado que regulen nuestra vida pública en democracia.

¿Cómo va a ser posible pactar si quienes deben entrar en el pacto dicen que no admiten la gramática que nos hemos dado para poder vivir libres y diferentes en la limitación que nos impone la gramática -la Constitución democrática- para garantizar la libertad de conciencia, núcleo indisponible de la dignidad del ser humano? ¿Cómo va a ser posible pactar si la derecha no se fía de la lealtad al sistema constitucional de la izquierda, aunque esta a veces dé razones para desconfiar, y si la izquierda no reconoce legitimidad democrática a la derecha, que también puede dar a veces razones para ponerla en duda?

El uno no quiere renunciar a nada, al otro le aprietan las costuras del traje constitucional, el tercero cree que el traje es solo para él, el cuarto quiere cambiar de traje todos los días, todos se declaran soberanos -omnipotentes e ilimitados- autodeterminados y todos siguen hablando de diálogo, es decir, que los demás se avengan a estar de acuerdo con él. El acuerdo sólo es posible aceptando que existe algo que nos obliga a todos, que es superior a cada uno de los actores en el espacio público de la democracia, y así nos hace más a cada uno, porque en el solipsismo no nos bastamos, encerrados en el autós (yo mismo) somos dioses de la nada y solo somos productivos si nos comunicamos, nos relacionamos, si asumimos la interdependencia, si nos dejamos completar por los demás que participan en la vida pública, si no salimos de casa pensando que tenemos respuesta para todo, la más adecuada, la única válida para los problemas que tenemos.

Llaman pacto al acuerdo entre Sánchez e Iglesias. Pero es un pacto de perdedores, debido al miedo al abismo, al espanto a ser tragados por la historia. Los colgajos que se adhieran a ese acuerdo no serán más que tijeras para ir descosiendo el traje constitucional.