IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS
- Si Podemos ha podido gobernar cuatro años con el PSOE (y viceversa), sería extraordinario que no alcanzara un acuerdo con Sumar (y viceversa, sería insólito que Sumar no consiguiera atraer a Podemos a su proyecto)
A quien no esté muy metido en las “movidas” de la izquierda, probablemente le resulte incomprensible que en el lanzamiento de la candidata de Sumar, Yolanda Díaz, elegida por el propio Pablo Iglesias en el momento de su dimisión como secretario general de Podemos, no estuvieran los dirigentes del partido morado (bueno, a algunos se les vio, incluyendo diputados nacionales y líderes de algunos territorios, que fueron por libre). El lío aumenta porque sí acudieron los líderes de En Comú Podem, al igual que Izquierda Unida, socio de la coalición con Podemos (Unidas Podemos) y coalición a su vez de diversas fuerzas, con el PCE como actor principal. También estuvieron en el acto de presentación los líderes de Más País (y su advocación madrileña, Más Madrid), algunos de los cuales fueron socios fundadores de Podemos. Más una larga de lista de otros grupos, unos con relaciones pasadas con Podemos, otros sin ellas.
Traten de explicarle todo esto a un extranjero (de izquierdas o de derechas). Primero tendrá que familiarizarse con los distintos líderes y sus vaivenes partidistas. Pero luego, una vez que sepa quién es cada uno, tendrá que hacer un cursillo intensivo para entender que Podemos se negó a ir porque exigía acordar el procedimiento de las primarias antes del acto de presentación de Yolanda Díaz el pasado domingo, como si el acuerdo sobre una cuestión procedimental fuera más importante que el lanzamiento de la candidatura y la inyección de moral que habría supuesto en el electorado progresista la colaboración de todas las partes para las elecciones municipales y autonómicas del próximo mes. Según lo entiendo, Podemos se ha equivocado. Incluso si tuviera razón en sus exigencias, cosa que no discuto, va contra sus intereses en estos momentos aparecer como el partido cascarrabias que se enfada con todos los demás y que pone freno a un proyecto nuevo que despierta una ilusión considerable en el electorado progresista.
Tratemos de situar el conflicto en una perspectiva amplia. Las divisiones en la izquierda son un clásico. La Primera Internacional, la Asociación Internacional de Trabajadores, creada en 1864, se rompió por las divergencias entre socialistas y anarquistas. Estos últimos fundaron su propio grupo. La segunda Internacional fue la socialdemócrata y duró hasta la Primera Guerra Mundial: la unidad se rompió por la cuestión nacional, cada partido decidió alinearse con su Estado en el conflicto que enfrentó a las potencias europeas. En 1951 reapareció con el nombre de Internacional Socialista, hasta hoy. La tercera Internacional, la Komintern, fue la comunista, fundada por la URSS en 1919 y refundada por Stalin en 1947 como Kominform. Y aún surgiría otra más, la Cuarta Internacional, que agrupaba a los partidos trotskistas. Y luego está la ruptura entre el estalinismo y el maoísmo (este último con sus propias variedades, como la albanesa), sin que debamos olvidar el marxismo-leninismo doctrina zuche de Corea del Norte o el pensamiento Camarada Gonzalo como versión específica del marxismo-leninismo-maoísmo. Podríamos continuar con corrientes como el “titismo” en Yugoslavia y el socialismo de los países no alineados… En fin, la historia de la izquierda es la historia de sus interminables divisiones.
¿De dónde procede esta pulsión divisiva? A veces, sobre todo desde la izquierda, se defiende la tesis de que en realidad la izquierda se divide porque no tiene una voluntad de poder tan fuerte como la derecha. La derecha, según este argumento, no actúa con demasiados escrúpulos, sólo quiere gobernar para defender sus privilegios y, en consecuencia, resuelve rápida y expeditivamente la cuestión de la unidad. En cambio, la izquierda se mueve por ideales y por eso es incapaz de actuar pragmáticamente.
Esta tesis puede servir de consuelo para las izquierdas, pero tiene el inconveniente de no resultar convincente. La clave no puede estar en la voluntad de poder, que es intrínseca a la política y, por tanto, atraviesa a todos los partidos, cualquiera que sea su ideología. Por definición, quien se mete en política y ocupa posiciones de liderazgo lo hace con el fin de alcanzar el poder y promover los intereses e ideas que defiende. Aunque el liderazgo se puede ejercer de muchas maneras, más suaves unas, más férreas otras, la motivación última es siempre la búsqueda del poder.
No obstante, sí hay algunas diferencias importantes entre las izquierdas y las derechas. Las primeras son más ambiciosas en sus objetivos, sobre todo las más radicales. El fin último de las izquierdas no es precisamente modesto, ni más ni menos que la emancipación del género humano de las múltiples servidumbres que padece. Soy consciente de que hablar en estos términos puede resultar un poco ridículo en tiempos descreídos, pero, en su origen, el ideal de la izquierda era acabar con toda forma de explotación, privilegio e injusticia, de forma que cada ser humano llegue a tener los recursos y las oportunidades para llevar a cabo una vida autónoma y libre. El sentimiento de superioridad moral que desarrollan las izquierdas con respecto a las derechas nace justamente de esos fines sublimes.
La carga moral y política que se echa encima el izquierdista es bastante pesada. Por eso, porque a su entender hay tanto en juego en la práctica política, las consecuencias de estar equivocado pueden ser fatales. Y, por eso mismo, no hay nada peor para un izquierdista que un camarada con ideas erróneas. No debería entonces sorprender ni el dogmatismo ante ciertas posturas ni la intransigencia absoluta hacia quien piensa diferente. Los conflictos internos en el seno de las izquierdas han sido históricamente terribles, de una violencia espantosa. Recuerden La confesión de Artur London, el asesinato de Trotski encargado por el régimen estalinista, la Revolución Cultural en China, los juicios de Moscú en 1936-38, el asesinato de Gabriel Trilla por el PCE en 1945 y un largo etcétera.
El sectarismo ideológico ha ido moderándose, afortunadamente. Ya no se asiste a esos enfrentamientos virulentos. Sin embargo, siguen quedando rescoldos e inercias sectarias. La coalición de Gobierno dirigida por Pedro Sánchez ha funcionado bastante mejor de lo que esperaban muchos analistas. La opinión más común era que no iba a durar, que no conseguiría haber acuerdos en las grandes cuestiones y sería necesario anticipar las elecciones. No ha sido así. Con todo, en los momentos difíciles, cuando la tensión ha subido, se ha podido percibir la desconfianza de décadas entre las familias políticas de origen socialdemócrata y comunista.
Podemos es un partido muy joven, pero en estos años se han producido numerosos abandonos, ha habido también múltiples casos de dirigentes que han caído en desgracia y se han consumado escisiones importantes. Basta comparar la pluralidad original en 2015 con el cierre de filas actual. El acoso sufrido por Podemos (incluyendo operaciones de espionaje y difamación realizadas desde las cloacas del Estado) explica en buena medida el repliegue de estos últimos años, aunque algo de su propia cosecha ha puesto el equipo dirigente, sería absurdo negarlo. Ahora bien, si Podemos ha podido gobernar cuatro años con el PSOE (y viceversa), sería verdaderamente extraordinario que no pudiera alcanzar un acuerdo con la plataforma Sumar (y viceversa, sería insólito que Sumar no consiguiera atraer a Podemos a su proyecto). La cosa ha empezado con un desencuentro, pero eso, en la historia de las izquierdas, es una anécdota menor.