José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Sin estado de alarma, la gestión de la pandemia pasa a los jueces, y con la armonización fiscal —que va contra Madrid— se dictará una nueva Loapa. La erosión del Estado de derecho está siendo evidente
La arbitrariedad es un abuso de autoridad o una forma de actuar que se basa en el voluntarismo y que no obedece a criterios racionales o legales. En ella va a caer el Gobierno si desapodera las administraciones públicas ante la pandemia —y a sí mismo— extinguiendo el estado de alarma el próximo día 9 de mayo y si persiste en la ‘armonización’ fiscal —en realidad, recentralización— para restar margen de maniobra a las comunidades autónomas —en particular, a Madrid— en el ejercicio de su autonomía financiera, un principio constitucional recogido en el artículo 156 de la Constitución.
Es posible que ambas decisiones estén inspiradas por una estrategia electoral en Madrid. Pero las dos están profundamente confundidas y son irresponsables. Sin estado de alarma —previsto por la ley orgánica que lo regula para situaciones como la que vivimos, desarrollando expresamente el artículo 116 de la Constitución—, no será posible la restricción de derechos fundamentales como el de libertad de circulación y movimiento, el de reunión y, eventualmente, el de manifestación.
Ni la Ley Orgánica de Medidas en Materia de Salud Pública de 1986 ni la ordinaria de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud de 2003 pueden sustituir con solidez jurídica medidas de restricción de los derechos constitucionales para combatir la pandemia, y solo autorizan decisiones concretas, temporales y manifiestamente insuficientes que, además, tendrán que validarse por los tribunales. Por lo demás, el Consejo Interterritorial de Salud es un órgano de coordinación que toma sus acuerdos por consenso y que la ley considera ‘recomendaciones’, de tal manera que el Ministerio de Sanidad debe imponer mediante órdenes lo que allí se acuerde, disposiciones que también son recurribles en la jurisdicción contencioso-administrativa.
Si el presidente Sánchez no recapacita y mantiene su propósito de extinguir la normativa de emergencia, la gestión del coronavirus pasará de hecho a la decisión de jueces y magistrados, lo que constituiría un despropósito y crearía una confusión adicional a la que ya padece la ciudadanía. Si el objetivo gubernamental era evitar el estado de alarma, tiempo ha tenido para negociar primero y aprobar después bien una modificación de las leyes sanitarias, bien una norma orgánica ‘ad hoc’. No lo ha hecho y no ha explicado la razón de esa omisión. Como tampoco ha explicado cómo es posible razonar sensatamente retirar el estado de alarma cuando el índice acumulado de incidencia se mantiene en la mayoría de las comunidades autónomas por encima de 200, un porcentaje alto y que, de momento, no remite.
No son razones admisibles para dejarlo decaer el derecho de emergencia, ni la fatiga pandémica (hay que combatirla con una comunicación intencional que el Gobierno y las comunidades autónomas ni siquiera han intentado) ni la difícil aritmética parlamentaria para prorrogar el estado de alarma. La alternativa de dejar que cada comunidad tome medidas con normativas inidóneas que serán cuestionadas ante los tribunales es la peor de las opciones e implica una responsabilidad política muy seria y otra no menor de carácter moral. Y al cabo, podría argüirse que si con la actual incidencia no es ya necesario el estado de alarma, ¿por qué lo fue antes con cifras de infección, fallecimientos y presión hospitalaria menores.
La otra decisión arbitraria es la recentralización fiscal que alterará la autonomía financiera de las comunidades autónomas. La ministra de Hacienda quiere implementarla en los Presupuestos Generales del próximo año y restar margen a las autonomías —en realidad, a Madrid— para que no puedan bonificar ni el impuesto de patrimonio ni el de sucesiones y donaciones, y carezcan de la holgura actual en el tramo del IRPF. Se trata de una nueva Loapa para romper el espinazo de la política financiera de Madrid a instancias de los malos humores del independentismo catalán.
Madrid no es un paraíso fiscal, como ha consagrado un relato fóbico hacia la capital de España. Y no lo es porque, como se desprende del informe del Instituto de Estudios Económicos, la capital y la región son las que registran una menor tasa de economía sumergida (16,2% frente al 23,1% nacional), las que logran una mayor recaudación por habitante (un 63% más que la media) y las que tienen mayor presión por impuestos sobre renta personal y riqueza: 120 puntos sobre una media nacional de 100. Por lo demás, y como señala el informe citado, el impuesto sobre el patrimonio no existe en 15 de los 27 países de la Unión Europea y aquellos que lo mantienen lo hacen con tipos mínimos o residuales. Tampoco ha de olvidarse el dato según el cual España se sitúa 10 puntos por encima de la media de la UE en presión fiscal normativa.
El planteamiento del Gobierno es sectario, porque está orientado a quebrar la política fiscal autonómica de Madrid
El planteamiento del Gobierno es sectario, porque está orientado a quebrar la política fiscal autonómica de Madrid y agudiza la asimetría financiera de las comunidades autónomas, porque dejaría al margen al País Vasco y Navarra, que gozan del concierto económico y del convenio, respectivamente, sin aportaciones a los fondos de nivelación interterritorial (véanse los trabajos de la Red de Investigadores en Financiación Autonómica y Descentralización: www.rifde.es) y no desalienta la economía sumergida ni corrige el gasto político. Y, en fin, un dato por completo expresivo: Madrid aporta siete de cada 10 euros del sistema de solidaridad interterritorial.
En definitiva, ni hacer de los jueces los gestores de la crisis sanitaria, ni permitir que ERC sea el prescriptor de la fiscalidad de Madrid. Porque si el Gobierno hace lo uno y lo otro, caerá en el abuso de poder, una línea de comportamiento que causa al Estado de derecho una fortísima erosión.