Alberto López Basaguren-El Correo
Boris Johnson se presentará a la negociación con Europa conla fortaleza que le otorgan los resultados. Pero el problema lo tiene a sus espaldas, que las tiene descubiertas
El triunfo arrollador de los conservadores liderados por Boris Johnson, con un discurso nítido por la inmediata retirada de la UE, sin más prórrogas, llevaría a pensar que la larga saga del Brexit está a punto de llegar a su fin: abandono de la UE el 31 de enero de 2020 y conclusión del periodo de transición el 31 de diciembre del mismo año. Sin embargo, eso solo es una ilusión. Vamos a tener Brexit para rato.
La amplia mayoría conservadora permite presuponer que el Gobierno no volverá a tener los grandes problemas que Theresa May y el propio Johnson han tenido en el Parlamento para sacar adelante la legislación necesaria para ejecutar el acuerdo de retirada, a pesar de la libertad con que actúa una parte significativa de miembros de la Cámara, especialmente cuando se trata de cuestiones controvertidas en la sociedad. Pero es muy probable que el Gobierno salga de la tramitación parlamentaria bastante más maltrecho de lo que se podría suponer.
Ciertamente, los conservadores tienen enfrente a un partido laborista noqueado y desorientado. El electorado, que muy mayoritariamente desconfía de Jeremy Corbyn, a quien no se imagina como primer ministro, le ha dado la espalda. Y el Brexit, en lugar de ser su gran oportunidad, ha sido su tumba, porque no ha sido capaz de ofrecer fiabilidad ni a quienes lo respaldan -brexiters o leavers- ni a quienes lo rechazan -remainers-. Los izquierdistas de Momentum han logrado controlar el partido, pero han ahuyentado al electorado; sus tradicionales recelos -por decirlo suavemente- respecto a la UE -y las posturas encontradas en su electorado tradicional- les han llevado a una actitud que trascendía la indefinición para caer de lleno en lo contradictorio: querer aparecer como opuestos al Brexit sin querer aparecer como favorables a la permanencia en la UE.
Pero los conservadores van a tener que enfrentarse, también, a los nacionalistas escoceses del SNP, que reclaman un segundo referéndum de independencia, y a los republicanos norirlandeses del Sinn Féin -y del Social Democratic Labour Party, SDLP-, que propugnan la unificación de Irlanda. Cuantitativamente son pocos en la Cámara de los Comunes, pero tienen gran importancia cualitativa, porque representan el riesgo serio de desmembramiento de Reino Unido. Las grandilocuentes palabras de Johnson sobre el fortalecimiento de la unidad del país, al celebrar el triunfo electoral, van a enfrentarse a la dura realidad de unas demandas territoriales secesionistas con respaldo electoral muy consistente en sus territorios que vienen exacerbadas -y que se exacerbarán más aún-, precisamente, por la opción conservadora sobre el Brexit. El gigantismo de Inglaterra respecto a los demás territorios de Reino Unido la mantiene ensimismada, mirándose al ombligo.
Pero el Brexit no termina con el acuerdo de retirada. Al Gobierno de Johnson le queda la tarea más ardua: la negociación del acuerdo de relaciones futuras con la UE. El acuerdo de divorcio, que ha presentado tantas dificultades en estos tres años y medio, es un juego de niños comparado con el que queda por negociar. Las dos partes tienen interés en un acuerdo satisfactorio para ambas, en el que todas salgan ganando (win-win). Pero, muy probablemente, su negociación, incluso con la mejor voluntad, va a prolongarse durante muchos años. La experiencia de acuerdos comerciales de esta naturaleza así lo hace presuponer; y este será más complejo, porque trascenderá lo estrictamente comercial. Todo parece indicar que Reino Unido tendrá que permanecer en un limbo transitorio durante más tiempo del que creen -o dicen creer- los dirigentes conservadores, y que han hecho creer a su gente. Pero, sobre todo, el Gobierno británico necesitará un baño de realidad y el abandono de la retórica populista y arrogante con que tanto parece disfrutar -y que tan bien domina- Johnson.
Los conservadores deberán abandonar los sueños de grandeza en que parecen estar inmersos y que han vendido a la ciudadanía británica todos estos años, llevándoles al Brexit. A pesar de su considerable peso en el mundo, Reino Unido no es la potencia que parecen creer, especialmente, quienes han impulsado la retirada de la UE. Ni el mundo les espera con los brazos abiertos para suscribir, rápidamente, beneficiosos tratados de libre comercio; ni la «especial relación» con Estados Unidos va a suponer un trato económico de favor por parte de la gran potencia; ni la vieja Commonwealth está en condiciones de convertirse en el espacio económico que necesita, como advirtió el ministro australiano de Comercio en el Parlamento Europeo (2016) al señalar que esa relación era «cosa del pasado» (a relationship of yesteryear). Gran Bretaña tiene pocas posibilidades de eludir a la UE como su espacio de relación preferente… siempre que la Unión sea capaz de sobrevivir.
Abraham Lincoln afirmó -en su debate frente a Stephen Douglas en la campaña al Senado por Illinois, en 1858- que la opinión pública lo es todo, de forma que -estaba convencido- cuando se cuenta con ella nada puede fracasar, mientras que contra ella nada puede triunfar. Johnson fue capaz de moldear la opinión pública durante el referéndum sobre el Brexit en 2016, aunque para ello tuviese que recurrir a mentiras y exageraciones. En las últimas elecciones ha convencido a casi 14 millones de votantes, el 42% de quienes depositaron su voto. Se presentará a la negociación con la UE con la fortaleza que le otorgan esos resultados. Pero el problema lo tiene a sus espaldas, que las tiene descubiertas. Porque con el respaldo de la opinión pública también se puede caminar a la destrucción de tu propio país. Es lo que ocurre cuando se aplican recetas simplistas a las sociedades complejas.