Las encuestas y el tigre

SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

Pocos riesgos hay comparables a cabalgar un tigre, salvo quizá el arraigado vicio español de cabalgar encuestas. Nadie como Sánchez, ciertamente, y no lo digo exactamente por el CIS, al frente del cual ha puesto a un tramposo de su estilo, no tanto para falsificar la realidad sino para configurarla. El CIS es una horma en la que poco a poco quiere encajar a los españoles. Tezanos tiene el genio de Picasso al hacer retratos, mayormente el de Gertrude Stein, confiando en que el modelo acabe pareciéndose al cuadro. Aunque sea cubista.

Es verdad que Sánchez no se cree el CIS y mira con atención las otras, las que lo presentan atascado en los ciento veintitantos escaños. Esas son las que le han obligado al viraje de abandonar plurinacionalidades, envolverse en la bandera española, no descartar el artículo 155 y «somos el partido que más se parece a España», tuitea Pedro Sánchez, plagiando (es lo suyo) a Zapatero y a Albert Rivera. Pablo Iglesias abordó el concepto con otras palabras, al decir que por fin «en este Parlamento hay gente normal, que se parece a la gente». ¿Que tienen chalés como la gente?

¿Quiere esto decir que el doctor Fraude ha descartado el indulto para los golpistas si resultan condenados por el Supremo, que sí resultarán? No, en absoluto. Ahora en lo que estamos es en la campaña para el 10-N, «Ahora España» dice el eslogan que el sanchismo le ha fusilado, joder, qué vicio, a la Fundación Francisco Franco.

El otro gran encuesta herido de la política española es Albert Rivera. El presidente de Ciudadanos ha ido modulando su política a golpe de sondeos, a veces impulsado por un éxito concreto: el que tuvo en 2016, al ganar 25 escaños de golpe y quedarse a nueve del PP en su mínimo histórico. El error consistió en creer que eso era tendencia y que podría arrebatar a Pablo Casado el título de jefe de la oposición. Esa obsesión le llevó al empecinamiento antisanchista, a su «no es no», lo que se tradujo en la desafección de algunos notables muy notables del partido, incluidos dos padres fundadores, Francesc de Carreras y Xavier Pericay, y la salida de Toni Roldán y Javier Nart, que prudentemente no abandonó el euroescaño, y las posiciones, indisimuladamente críticas de Luis Garicano y Paco Igea. Para fortificar su posición, Rivera amplió a 50 el número de miembros de su Ejecutiva, cubriendo las nuevas plazas con leales. Y ahora, en una actitud muy propia de la política española, el hundimiento que le cantan las encuestas le devuelve a una posición que nunca debió abandonar: la de una bisagra ilustrada que ayudara a la política española a librarse del chantaje nacionalista.

Arrepentidos los quiere el Señor. El problema es si la contrición no debe expresarse: yo me equivoqué al pensar… o sostenemos la rectificación con el mismo tesón con el que antes mantuvimos el error. También si el comecome viene con indulgencias, es decir, con recuperación de la credibilidad. ¿Llamará uno por uno a los díscolos para pedirles perdón e invitarles a volver al redil? ¿Volverán estos a la fe? ¿Echará de la Ejecutiva a los leales? Lo malo es que pedir ahora el voto para que pueda gobernar Pedro Sánchez se revela un argumento cornudo. El levantamiento del veto da por buena la acusación de Sánchez sobre el bloqueo desde abril –¿por qué no lo hizo antes?–, pero es que además los destinatarios de su mensaje, si de garantizar la gobernabilidad se trata, preferirán votar al propio Sánchez, que sigue siendo un candidato indeseable, todo hay que decirlo.

El giro supone el abandono de una quimera: el fetichismo de Rivera por el liderazgo de la derecha y eso hay que saludarlo como un cambio realista, positivo, aunque sea muy difícil volver a subirse a la encuesta (y al tigre) una vez que te has caído.