En este escenario surgen nuevos retos que afectan directamente a las costuras de la UE. Como se vaticinaba, en Gran Bretaña la irresponsabilidad política con la que se ha gestionado todo lo relacionado con el Brexit está desembocando en una cascada de problemas internos. Es el caso del nuevo desafío del nacionalismo escocés, que exige otro referéndum de independencia menos de tres años después de que la mayoría decidiera seguir ligada a Londres. Y, en nuestro país, los independentistas catalanes están inmersos en una carrera ilegal para separarse de España.
Nada tienen que ver los procesos escocés y catalán. Por razones históricas, culturales y jurídicas. Pero quienes desean desligarse de sus respectivos Estados en Cataluña y en Escocia comparten una cosa: pretenden quedarse en la Unión Europea. Es por ello que Bruselas no puede permanecer callada, como mera observadora, ante lo que está sucediendo. Todo lo contrario.
La legislación comunitaria es clara. Un territorio que accediera a la independencia de cualquiera de los actuales países miembros de la UE se quedaría automáticamente fuera de ésta. Y, para acceder al club comunitario, tendría que solicitar la adhesión desde el principio. Un proceso largo, lento y complejo, siguiendo las normas establecidas. Mienten los políticos catalanes que tratan de engañar a los ciudadanos prometiéndoles lo contrario. Y juega con las ilusiones de los escoceses su ministra principal, Nicola Sturgeon, cuando reclama un nuevo referéndum de independencia del Reino Unido en 2018, arguyendo que si se separan de Londres antes de que se haya consumado el Brexit, ya no podrán echar a Escocia de la UE.
La crisis económica, la mayor en varias décadas, ha hecho el caldo gordo a populistas de todo tipo. Y en esas aguas revueltas los movimientos independentistas en Europa han ganado muchos adeptos, en gran medida como expresión de un comprensible malestar ciudadano. Pero Bruselas debe ejercer su responsabilidad, que pasa por fomentar y favorecer la estabilidad política, único escenario en el que puede profundizarse en la integración comunitaria, esa ruta que nos ha hecho a los europeos disfrutar del mayor periodo de paz y prosperidad de toda la Historia. De ahí que le corresponda trasladar un mensaje inequívoco de que, en su seno, la UE no va a aceptar que se juegue con las fronteras nacionales. No ya sólo como reacción a las tensiones soberanistas en el Reino Unido o España. También para atajar la imparable locura que representarían los intentos disgregadores que persiguen movimientos independentistas en Alsacia, Saboya, Valonia, Córcega y un sinfín de regiones en el continente.
Al margen de falacias, como decíamos poco tienen que ver los casos catalán y vasco. En Cataluña un referéndum de independencia es ilegal. La Constitución española no lo contempla, como no lo hace casi ninguna en el mundo. Para que alguna vez pudiera producirse una consulta de esta naturaleza haría falta una mayoría parlamentaria con voluntad para cambiar la Carta Magna, que habría de ser ratificada por el conjunto de los españoles, en quienes reside la soberanía nacional. Lo que intenta hacer la actual clase dirigente catalana viola el ordenamiento constitucional y supone un auténtico golpe a la democracia, como ayer denunciaron los 15.000 catalanes que se manifestaron en Barcelona, abogando por la libertad y la convivencia.
En Escocia si ha habido un referéndum y se contempla otro hipotético es porque el ordenamiento jurídico británico lo permite. El Reino Unido carece de una Constitución escrita. Y la ley de autonomía escocesa permite una consulta de estas características, aunque antes debe estar consensuada entre Londres y Edimburgo, y es el Parlamento británico el que debe dar el visto bueno en última instancia. En Cataluña se quiere conculcar la ley; en Escocia se ha respetado siempre. Veremos cómo sale May del atolladero en el que se ha metido a cuenta del Brexit, pero Sturgeon debe dejar de decir falsedades sobre la permanencia en la UE, algo que excede del todo sus competencias.