Declaraba en estos días la novelista Olga Merino que se ha sentido siempre de izquierdas y que ahora tiene la sensación de que no hay una sombra que la cobije. No será, por cierto, porque falten las siglas de izquierdas, tanto en sus variantes nacionales (o «del conjunto del Estado», como algunas de ellas prefieren decir) como en las autonómicas, ya se reivindiquen o no, a su vez, como de naciones distintas de la de todos los españoles.
El sentimiento de orfandad de la escritora, que uno tiene el barrunto de que es compartido por muchos de los que en esta España del siglo XXI nos sentimos de izquierdas, tiene que ver más bien con la falta de un techado lo bastante sólido para una visión progresista del mundo alejada de excesos dogmáticos.
Una visión del mundo que, resumiendo, aúne a la insumisión a las injusticias y las desigualdades que continúan lacerando nuestro mundo y nuestra sociedad una firme conciencia de que la libertad individual y el respeto a la libertad del prójimo, junto a un compromiso con la solidaridad de todos con todos, son la base de cualquier progreso que aspire a fructificar y durar, en lugar de tremolar y consumirse en estériles salvas retóricas.
Siempre, ya lo decía Arturo Barea en La forja de un rebelde, fue más fácil en España ser de derechas. Al derechista hispano nunca le faltó un toldo a la medida de sus inquietudes, y aunque entre los conservadores, como entre los progresistas, siempre hubo querellas ideológicas y rivalidades personales, a la hora de la verdad no les costó nunca limar las diferencias para que los intereses, que unen más que las ideas, quedaran salvados. En la coyuntura más extrema, no les importó hacer piña en torno a un espadón anacrónico y salirse por décadas del dibujo del siglo.
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Ahora, superada felizmente aquella etapa oscura, tienen donde elegir, entre el preparado de amplio espectro que encarna el Partido Popular, donde caben desde los democristianos hasta los ultraliberales, y el específico de Vox, más orientado a quienes sienten el ánimo arrebatado por las esencias eternas o la bilis removida por los desarreglos del presente.
Incluso han tenido durante un tiempo una tercera opción, de liberalismo dizque moderado, aunque la ambición inmoderada de su líder visionario la fulminara y apenas perduren ya sus cenizas. No importa. Pueden acogerse al genérico. Y este, por más que insista en lo que le distingue de la otra opción, amarrará con ella mayorías.
Sin embargo, ¿a dónde se acoge hoy alguien de izquierdas que, pongamos por caso, no cree que desdeñar y dinamitar a diario el edificio común sea el camino para liberar a nadie de nada, sino más bien de lo contrario, de someter a servidumbre a quienes caen bajo la férula de los ventajistas que se apoderan, febriles y voraces, del espacio que va desocupando el Estado que representa a todos?
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¿A dónde quien no cree que quepa construir una democracia negando la legitimidad al adversario ideológico, incluso cuando sus ideas nos repugnen?
¿A dónde el que no esté dispuesto a abdicar de la libertad de pensamiento ni a someterse al dictado de convicciones obligatorias, para sí o para otros?
¿A dónde, en fin, puede acogerse quien desde la izquierda cree, con algún motivo y alguna lógica, que la memoria de los bárbaros alcanza por igual al franquismo y sus esbirros, cuyas sentencias inicuas reclaman nulidad desde hace casi medio siglo y sólo ahora van a invalidarse, y a los que con tiros en la nuca imponían a otros su sueño de Euskal Herria, así como a quienes los jaleaban, o asentían, o todavía hoy se niegan a condenarlo?
Cómo puede consolarse un español de izquierdas que ve a los enemigos de su país y de su gente imponer su relato por ley.
Las izquierdas que quedan al sol, o a la intemperie, no van a mutar en derechas. Pero tanto desatino se cobrará su precio.