EDITORIAL-EL Español

El desafiante discurso a la nación de Joe Biden de la noche de este lunes ha confirmado que el presidente americano no se arrepiente de la decisión de abandonar Afganistán. Tampoco del caótico panorama que deja la súbita evacuación de las últimas tropas estadounidenses presentes en el país.

A tenor de las palabras de Biden, nada parece haber hecho mella en su convencimiento de haber actuado correctamente. Ni las imágenes de los talibanes patrullando las calles de Kabul a la búsqueda de colaboracionistas, ni las del aeropuerto de la capital invadido por miles de ciudadanos afganos, ni las de esos mismos ciudadanos encaramados al fuselaje de los aviones y cayendo al vacío desde cientos de metros de altura.

Tampoco han hecho mella las imágenes de los insurgentes apoderándose de armas y de vehículos militares americanos durante su avance hacia Kabul. Y ni siquiera la perspectiva de un régimen de terror fundamentalista que potencie el terrorismo islámico internacional entrenando y dando cobijo a nuevas células de fanáticos.

Biden no sólo se ha reafirmado en su decisión de abandonar Afganistán dejando el país al albur de los talibanes, sino que ha acusado también a los soldados y los líderes políticos afganos (entrenados, impuestos y financiados por el gobierno de los Estados Unidos) de no haber sido capaces de defender su país.

Finalmente, Biden ha afirmado que el objetivo de los Estados Unidos en Afganistán no ha sido nunca el de construir una nación democrática.

Entonces, ¿cuál ha sido el objetivo de los Estados Unidos? ¿Qué sentido ha tenido la permanencia de soldados americanos en suelo afgano durante veinte años? ¿Para qué han servido las miles de muertes que ha provocado el conflicto? Si Afganistán, veinte años después, está hoy en el mismo punto en que estaba en 2001, ¿qué ha ganado Occidente, qué ha ganado la democracia y qué han ganado, sobre todo, los afganos?

Paradojas sangrientas

El discurso de Joe Biden deja para los libros de historia dos paradojas literalmente sangrientas.

La primera, la de que haya sido el presidente que llegó en 2020 para revitalizar la maltrecha imagen internacional de los Estados Unidos tras cuatro años de presidencia de Donald Trump el que haya propinado a esta el golpe más letal de las últimas décadas. Porque la imagen de la América de Biden es hoy la de un país que abandona a los ciudadanos más vulnerables de sus protectorados a los pies de los bárbaros. La de un país que abandona a sus aliados y les deja en la estacada.

La segunda, la de que son precisamente aquellos ciudadanos afganos que más se han comprometido con las instituciones y los organismos democráticos los primeros que serán represaliados por los talibanes tras la salida de las tropas de los Estados Unidos.

Si el final de la aventura americana en Afganistán iba a consistir en dejar al pairo a esos ciudadanos frente a los talibanes, entonces habría sido mejor idea no señalarlos desde un primer momento. Porque la moneda con la que se paga el idealismo en política internacional no es el dólar, el euro o el yen, sino la sangre.

Malas excusas

Los intentos de Biden de culpar a Donald Trump de la debacle son una mala excusa. En primer lugar, porque el plan de salida fue decidido por Barack Obama y, sí, posteriormente reafirmado por Trump. Pero la ejecución de la chapucera y, sobre todo, apresurada salida ha sido por completo suya.

En segundo lugar, porque Biden ha pasado buena parte de sus primeros meses de mandato derogando leyes y proyectos de Donald Trump. ¿Por qué, entonces, no podía ser aplazada y diseñada con mayor sensatez la retirada de Afganistán?

De forma llamativa, Joe Biden repartió en su discurso las culpas entre Trump y los propios afganos, pero se olvidó de mencionar a los propios talibanes. Su Departamento de Estado, de hecho, se ha mostrado dispuesto a «reconocer» al gobierno talibán si defiende los derechos humanos y rechaza terroristas. Resulta difícil saber qué pesa más en esa frase, si la inocencia o el cinismo.

Lo cierto es que el mundo es hoy un lugar mucho más inseguro que hace una semana y que lo es por decisión de Biden. Las consecuencias van mucho más allá de un hipotético recrudecimiento del terrorismo islámico y alcanzarán al equilibrio del orden internacional y a las ambiciones rusas y chinas, que ahora se verán reforzadas.

Biden ha abierto la caja de Pandora y ni siquiera ha sido capaz de asumir la responsabilidad por ello. Es muy probable que su presidencia, que apenas cuenta con medio año de vida, quede marcada por este hecho.