Antonio Soler-El Correo

  • El ‘seny’ en versión Puigdemont consiste en proclamar una república de treinta segundos y en poner pies en polvorosa a continuación

Arranca agosto. Las playas se convierten en un feliz hormiguero y la política es un zumbido de fondo, una especie de cansina banda sonora como aquella que surgía de los transistores en las grises tardes de domingo del siglo pasado. Las conversaciones, los acuerdos, son submarinos. Se celebran bajo el agua. En discretos reservados (salvo que Vox quiera tocar la corneta en la puerta). Los líderes se van de vacaciones. Sánchez pasea su gorra por Marrakech, sonriendo ante la escaldada derecha y el abandonado Polisario. Feijóo rebaja su temperatura en la morriña de Galicia. Y Puigdemont. Puigdemont también se ha ido de vacaciones. Los prófugos también tienen que relajarse. Más aún cuando acarician la venganza como si fueran una especie de conde de Montecristo del Ampurdán.

Su venganza se llama referéndum y amnistía. Ricino para quienes lo obligaron a meterse en el maletero de un coche. Sin embargo, Pedro Sánchez, que sigue sonriendo bajo su visera de cortijo, no piensa tomar una sola gota de ese caldo. Ya ha mandado decir a sus peones que nada de maximalismos. Que se avengan a razones. Yo o el caos, ha venido a decir. El caos, claro, es el PP+Vox. Un Vox que entre sus fantasías confesó soñar con un 155 de hierro que directamente se convirtió en plomo para el PP el 23 de julio. Sánchez apela al ‘seny’ de Junts. Como si Junts fuese el depositario de aquella sensatez a la catalana que llevó a Convergencia i Unió a flotar en todas las corrientes de la política española. El ‘seny’ en versión Puigdemont consiste en proclamar una república de treinta segundos y en poner pies en polvorosa a continuación. Básicamente.

Para comenzar, a los independentistas les prometen el caramelo de las lenguas cooficiales. Hablar en el Congreso en catalán, euskera y gallego. Esperemos que en bable también y así la pequeña torre de Babel tome un poco más de cuerpo. Cualquier cosa para entenderse un poco peor. Usar la lengua materna supone una minucia para quienes esperan acabar con el Estado tal como existe en estos momentos. Y para qué hablar del modo en el que fregarían el suelo con una Constitución que, depende para qué y en cada momento, es sagrada e intocable o un borrador que se puede moldear, recortar y reescribir a gusto del consumidor. Y la financiación. El reparto de fondos para unas autonomías con el pico abierto y en espera de que papá Estado -para eso sí sirve- deposite en sus gargantas una migaja de millones de euros. Aparte de condonar las deudas provenientes de una pésima gestión. Naturalmente. De eso sí quieren hablar claro. Y les dará igual hacerlo en catalán, euskera o la lengua del imperio.