LUIS VENTOSO-EL DEBATR
  • En efecto, el cambio de sexo a la carta en el mostrador de la Administración era lo que parecía: un desatino
Nada sienta mejor a las sociedades que el sentido común de la gente decente. La cordura espontánea del tendero, el tabernero y el panadero, que tienen que velar por sus negocios para vivir de ellos. La prudencia obligada de los padres con hijos al cargo. La templanza del gobernante que prefiere un desempeño ordenado en lugar intentar inventar la pólvora cada mañana. Pero en España el sentido común está menos de moda que las baladas azucaradas de Engelbert Humperdinck.
A pesar de su cansina sobredosis de pavoneo y levitación, lo cierto es que el actual presidente es un peso pluma desde su llegada. Su debilidad lo ha convertido en rehén de todo tipo de frikis de la escena partidaria, incluida la ya más bien olvidada Irene Montero, una chalada ideológicamente, obsesionada con la sexualidad, «el género» y la homosexualidad, que no habría pasado de concejal de villorrio de no haber sido promocionada digitalmente por su pareja (masculina, me temo), con la aquiescencia del exánime Sánchez.
Fruto de la indigencia política de Mi Persona han salido adelante truños legislativos como la llamada «Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos LGTBI», un engendro impulsado por la citada Irene Montero, que entró el vigor en marzo del año pasado. La flamante norma fue saludada por el régimen con la muletilla de siempre –«un gran avance en derechos»– y en la práctica venía a negar el hecho del sexo biológico que nos acompaña desde que el mundo es mundo. Por cortesía de Irene y Pedro, cualquier persona a la que le apetezca podría plantarse en el registro y cambiar de sexo con una simple declaración. Si a Pachi López le apetece ser una tía, la Paqui –o la Paki, para congeniar mejor con el PNV–, ningún problema: con el DNI a la ventanilla y listo.
Es evidente que la transexualidad no suponía ningún problema importante en España, aunque por supuesto había personas que merecían atención y respuestas. Pero el asunto resultaba absolutamente irrelevante para el cuerpo ancho de la sociedad (yo nací en 1964, y debo ser un alienígena, porque confieso abochornado que en toda mi vida amical y profesional jamás he conocido a una persona transexual, solo las he visto en la tele, ergo no deben ser tantas). Pero el PSOE se tiró a la piscina y aprobó la Ley Trans a las órdenes de Irene Montero y su lisérgico Ministerio de Igualdad.
Las leyes tontas crean siempre situaciones estúpidas. Es una máxima que no falla, y aquí ya está ocurriendo. Las consecuencias de haber legislado con los pies y desdeñando el sentido común están por todas partes. Las primeras víctimas son las mujeres, porque comienzan a abundar los maltratadores que se declaran féminas para montar un lío jurídico que alivie su castigo, o para ser enviados a cárceles femeninas que suponen más amables.
Luego están los perturbados que quieren tener acceso libre a espacios como los baños y vestuarios femeninos. O los pícaros que quieren recibir ventajas reservadas al otro sexo, como el sonado caso de Ceuta, donde 37 militares y policías hicieron el cambio para recibir beneficios como mujeres; o el atleta masculino que se declaró tía para hacerse con el jamón de premio en una carrera popular de montaña. Pronto comenzarán también los efectos en las empresas: si los consejos tienen que ser paritarios por ley y me van a relevar para hacer hueco a una mujer, ¿por qué no ir al registro, pasar de Santiago a Yaga y conservar mi puesto?
Pero tal vez lo más dañino sea la empanada de dudas que se está inculcando entre los niños, pues a partir de los 16 años pueden cambiar de sexo sin permiso paterno. En las edades de mayor inseguridad, la llamada «ideología de género» les fomenta titubeos sobre su género que no habrían existido en la mayoría de los casos de no ser por la propaganda y obsesiones ideológicas del Gobierno.
Si algún día cae Sánchez –que tampoco está tan claro, dado que poco a poco va oxidando la democracia–, una de las primeras medidas de su sucesor deberá consistir en tirar al vertedero de la idiocia el amplio catálogo de ingeniería social lavacerebros que ha suplido lo razonable por lo gilipollístico.