Europa ha engendrado una galería cambiante de monstruos. Pero también ha dado a luz gentes que no han caído en las garras de esos monstruos, que no han sucumbido a las tinieblas y han seguido leales a los valores del humanismo y a los avances de la razón.
A la orilla izquierda del Congo, en la terraza de una casita de Matadi, dos hombres dialogan en medio del silencio de una noche estrellada, ante los destellos malévolos del ancho, ocre y fabuloso río africano que se desliza hacia el Atlántico. El primero es un joven capitán de la marina mercante británica, un hombre de pequeña estatura, modales nerviosos y aristocráticos, cabellos negros y ojos del mismo color. Habla un inglés aprendido, con impecable corrección, pero con un chirriante acento eslavo que, en ocasiones, lo hace incomprensible. Disgustado y enfermo, sólo sueña con regresar cuanto antes a Londres. El interlocutor de este quebrantado lobo de mar es un afable y corpulento joven irlandés, uno de los empleados de la Compañía de Ferrocarriles del Congo, un peón más del intrincado y codicioso proyecto empresarial del rey Leopoldo II de Bélgica. Tras una larga pausa en la conversación, el primero mira fijamente al río, «una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable», y con voz ronca, lúgubre, como sobrecogido por la visión de un infierno parecido al pintado por El Bosco, dice:
«¡Qué final para las realidades idealizadas de los sueños de un niño! Todo lo que hay aquí me resulta repelente. Los hombres y las cosas, pero sobre todo los hombres.»
Es diciembre de 1890. Quien habla, aún responde al nombre de Joseph Teodor Konrad Korzeniowski, pero muy pronto se le conocerá en todo el globo por el de Joseph Conrad, uno de los más grandes, inquietantes y originales novelistas de todos los tiempos. El joven que le escucha es Roger Casement, el legendario aventurero, meticuloso activista en favor de los derechos humanos y patriota irlandés cuya peripecia vital —repleta de heroísmo, golpes de fortuna, caídas en desgracia y ambigüedades morales— cuenta Vargas Llosa en su última novela, El sueño del celta.
Ambos, desde muy jóvenes, se habían sentido atraídos por África y por las aventuras que allí aguardaban a quienes tenían el valor de adentrarse en lo desconocido. Ambos habían llegado al continente negro empujados por las fantasías con que Leopoldo II había sabido dorar su figura de monarca humanitario y cristiano, empeñado en acabar con la trata de esclavos y civilizar la región mediante el comercio libre. Ambos descubrieron muy pronto que la colonia centro-africana del rey belga era, en realidad, una gigantesca prisión, regida con mano de hierro por aventureros desalmados que no dudaban en emplear contra los nativos las más brutales formas de tortura. La experiencia congoleña cambió la personalidad de los dos, echando abajo los sueños, ideales y anhelos de juventud. El primero, Conrad, convirtió lo observado en El corazón de las tinieblas, acaso uno de los relatos más intensos y desasosegantes que la imaginación humana haya creado. El segundo, Casement, dedicó parte de su existencia a denunciar el estado de terror y barbarie creado por los supuestos agentes civilizadores de Leopoldo II, y escribió informes espeluznantes que conmovieron a la Europa de principios del siglo XX.
Se ha repetido muchas veces. Entre todos los sistemas coloniales montados por Europa en África, el del Congo fue el más inhumano: el primer genocidio de la historia contemporánea. Según Conrad, «el saqueo más vil que jamás ha desfigurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica».
Se ha repetido muchas veces. De todas las historias de la historia, la de Europa es, sin duda, la más cruel y sanguinaria, una pesadilla repleta de guerras, terror, torturas refinadas, hipocresía, poblaciones hambrientas pasadas a cuchillo, incluidos mujeres y niños, las mayores virtudes —el trabajo, el orden, la disciplina— puestas al servicio de fines espantosos…
Todo eso es cierto. No se puede entrar en la historia de Europa sin encontrar rastros de sangre, y matanzas sin parangón, y para ver el horror cara a cara sólo hace falta pensar en los salones de Leopoldo II mientras sus agentes exterminaban a la población nativa del Congo o en el oficial de las SS que regresaba a casa e interpretaba música de Schubert tras otra jornada de asesinatos en un campo de concentración.
No hay ninguna duda de que Europa ha engendrado una galería cambiante de auténticos monstruos. Pero también es cierto que la historia de la infamia, como decía Borges, es universal. Y que, al mismo tiempo que ha insistido en saqueos y matanzas, el Viejo Continente ha dado a luz gentes que no han caído en las garras de esos monstruos, que no han sucumbido a las tinieblas y han seguido leales a los fértiles valores del humanismo y a los avances de la razón.
Si España, por ejemplo, envió soldados, clérigos-inquisidores y comerciantes a someter pueblos lejanos, también dio a América esa suerte de borradores de don Quijote que fueron los cronistas de Indias. Hombres llenos de la cultura del Renacimiento, llenos de lenguaje, que nombraron como Adán el primer día toda la realidad sorprendente de aquel mundo descubierto a modo de una Atlántida desconocida. Y que, apartándose el velo que pone sobre los ojos la tradición, cautivados por todo, tratando de contar unos hechos que no se repetirían, censurando a menudo los excesos de los conquistadores, celebraron las selvas y la fauna, los ríos y los lagos, la fuerza y destreza de los indios.
Si Gran Bretaña, tomando el relevo de árabes y africanos, estableció, junto a españoles, portugueses y holandeses, el comercio negrero transatlántico, también puso en marcha el abolicionismo; y señaló el principio del fin de la esclavitud gracias a la audacia y perseverancia formidables del elocuente político conservador William Wilberforce, que consagró cerca de veinte años a esa causa.
Merece la pena decirlo sin complejos. Sobre todo en una época en que el remordimiento y una desconcertada mala conciencia avisan silencio a nuestros dirigentes políticos, que prefieren transigir con tiranuelos tercermundistas de tres al cuarto antes que ser acusados del horrible pecado de eurocentrismo. Merece la pena recordarlo en voz alta, porque si nos rendimos a la amnesia histórica nos quedamos sin defensas para enfrentar los problemas del presente. No sólo hay criminales y víctimas en la historia de Europa. No sólo hay ríos de sangre y fango en la cronología europea. Por suerte para la especie humana, el Viejo Continente también es los seres que la redimen. No sólo es los colonos, policías y criminales que Leopoldo II de Bélgica envió al Congo. También es Joseph Conrad y el espíritu crítico y ejemplar de Roger Casement. No sólo es el feudalismo, la opresión de la Iglesia, las guerras de religión, las conquistas ultramarinas. También es el avance del derecho y la democracia, Cervantes y Voltaire, Kant y Francisco de Vitoria. También es Heródoto, que ya en la lejana Grecia, hizo la mejor defensa de la curiosidad y espíritu aventurero de la vieja y hoy maltratada Europa:
«Todos los años —escribe Heródoto— enviamos nuestros barcos con gran peligro para las vidas y grandes gastos a África para preguntar: ¿Quiénes sois? ¿Cómo son vuestras leyes? ¿Cómo es vuestra lengua? Ellos nunca enviaron un barco a preguntarnos a nosotros.»
(Fernando García de Cortázar es director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad)
Fernando García de Cortázar, ABC, 2/1/2011