Ignacio Camacho-ABC
No se trata de volverse estoicos ni fatalistas; sólo de no permitir que el coronavirus nos cambie demasiado la vida
Alguien se está equivocando con el coronavirus, con la forma de afrontarlo, y por una vez quizá no seamos los españoles. Sólo quizá, porque conviene ser prudentes hasta que no exista un consenso científico claro sobre los patrones de la enfermedad y sobre el modo de impedir que se desarrolle. Ése es el trabajo de los epidemiólogos; el de las autoridades consiste en afinar los controles, y el del periodismo, en informar con rigor y sin concesiones al sensacionalismo, a la alarma gratuita y a los rumores. Hasta ahora, esa triple responsabilidad está, más o menos, funcionando y la sociedad española en conjunto demuestra un criterio sensato; hay alarma y preocupación, porque existe riesgo objetivo de contagio, pero siquiera en
términos comparativos con franceses o italianos no estamos concediendo demasiado margen al pánico. Cerrar el Louvre, cancelar el fútbol, las fiestas, los actos multitudinarios o echarle, como en Roma, candados a una iglesia porque ha enfermado el párroco parecen, salvo que alguien sepa algo que los demás ignoramos, reacciones espasmódicas de un pavor descontrolado. El virus está haciendo más daño en la economía y en la vida social que el que corresponde a su actual impacto sanitario. Y mientras el cuadro no cambie tampoco debería cambiar el marco; qué triste sería un país en el que acaben prohibidos los abrazos.
La fase de contención está a punto de caducar, y el siguiente paso será el de aprender a convivir, sin minimizarlo, con el desasosiego. Sí, aceptar una posibilidad verosímil, aunque estadísticamente aún débil, de caer enfermos. Está muy dicho: la gripe deja cada año bastantes muertos y no provoca epidemias de miedo. Quizá el verdadero problema sea lo bajo que en el mundo moderno está el umbral de contrariedad y de resiliencia ante asuntos realmente serios; la dificultad, en suma, de admitir que no existe un nivel de contingencia cero. Y tendemos a olvidar que la existencia implica manejar un cierto grado de incertidumbre o de riesgo. Qué hermoso, digno y, ay, tan lejano el ejemplo de aquellas mujeres de Sarajevo que bajo el cerco desafiaban a los francotiradores para ir a las fuentes a lavarse el pelo.
Vivir es peligroso; hay una desgracia acechando en cada esquina, pero no necesariamente nos va a caer encima. No se trata de volverse estoicos ni fatalistas sino de racionalizar la eventualidad y asimilar la perspectiva de circunstancias imprevistas. Lo estamos haciendo relativamente bien, comportándonos como una comunidad tranquila, aunque ciertamente no ayuda ese amarillismo que cada día llena las pantallas de estampas acojonativas de tíos vestidos de astronauta y guardias con mascarillas. Es tiempo de escuchar a esa conciencia hedonista que desde el fondo de nuestro ser toma una conclusión decisiva: la de que aunque el dichoso coronavirus nos pueda matar, no le vamos a permitir que nos cambie la vida.