JUAN GABRIEL VÁSQUEZ-EL PAÍS

  • Por si no fuera suficiente con lo que hizo en su presidencia, los cien minutos de discurso de Donald Trump ante una convención conservadora bastan para meterle a cualquiera el miedo en el cuerpo

Cuanto más lo pienso, más claro me parece: Donald Trump es, desde la semana pasada, uno de los hombres más peligrosos de nuestro tiempo. Ya habíamos visto lo peligroso que podía llegar a ser durante su infeliz Gobierno, cuya negligencia criminal condujo probablemente a la muerte por covid de miles de personas mientras el presidente defendía en público las virtudes de beber desinfectante; o cuando daba más crédito a las palabras de Vladímir Putin que a las de sus propios servicios de inteligencia; o cuando llamaba a Zelenski para pedirle, al mejor estilo mafioso, que le ayudara a encontrar pruebas contra el hijo de Biden a cambio de armas para defenderse de una potencial agresión. Lo vimos, en fin, cuando recurrió a todas las artimañas imaginables para desconocer los resultados legítimos de una elección, y después, al ver que las artimañas no daban resultado, azuzó a los más crédulos de sus seguidores para que convirtieran su derrota electoral en un intento de golpe de Estado, de clara estirpe fascista, que se saldó con varios muertos y un país resquebrajado que tardará varias generaciones en volver a hablarse.

Todavía no es imposible que Trump tenga que responder por ambas circunstancias: por el intento de subvertir unas elecciones y por incitar a la insurrección del 6 de enero. Pero la acusación de la semana pasada ha cambiado las cosas irreversiblemente. Pues la interferencia con los procesos electorales —por ejemplo, la llamada al secretario de Estado de Georgia para ordenarle que le consiguiera más de 11.000 votos— y la incitación a la insurrección violenta tenían, para el narcisista en jefe, un objetivo diáfano: quedarse en el poder. Y no seré el primero en preguntarse, ahora que a Trump le hacen sombra 34 cargos penales, qué será capaz de hacer ya no para quedarse en el poder, sino para no ser condenado penalmente. Mi respuesta es que será capaz de cualquier cosa, incluso de arrasar con la democracia que juró defender, incluso de incendiar las calles. Si no bastara con los cuatro años de su presidencia para llegar a esa conclusión, tiene que bastar con los cien minutos de un discurso que pronunció a comienzos del mes pasado: cien minutos que bastan para meterle a cualquiera el miedo en el cuerpo.

Ocurrió ante la CPAC, la Conferencia Política de Acción Conservadora, que en los últimos años se ha convertido en un parque temático para negacionistas, fanáticos y conspiranoides. Trump comenzó su monólogo delirante como suele hacerlo: llamando a lista. Entre otros simpatizantes que recibieron la gratitud del líder estaban Marjorie Taylor-Greene, la congresista que cree en la existencia de una conspiración demócrata para violar niños, ha dicho que los incendios de California son culpa de rayos láser judíos y ha confundido gazpacho con Gestapo; un abogado que recibió los elogios de Trump por tirar al suelo a un hombre que lo atacó con un cuchillo (“es un tío muy fuerte”, lo elogió Trump con admiración de matón adolescente); y el expresidente Jair Bolsonaro. Frente a todos ellos, Trump habló de “fuerzas siniestras que tratan de asesinar a Estados Unidos” y “transformar este país en un vertedero socialista para criminales, drogadictos, marxistas y radicales”. “Nuestros enemigos están desesperados por detenernos” dijo. “Pero no vienen a por mí”, añadió, “vienen a por ustedes, y yo sólo estoy en medio”.

Lo demás fueron los grandes éxitos de la realidad alternativa en que viven Trump y los suyos. Los atacantes del 6 de enero eran “grandes, grandes patriotas” que se estaban pudriendo en alguna cárcel, mientras los “radicales antifa” vagaban libres por las calles. El dinero de George Soros, el demonio favorito de los conspiranoides de extrema derecha, financiaba a estos fiscales “racistas” que perseguían injustamente a Trump. “O ganamos nosotros o ganan ellos”, dijo el expresidente. “Y si ganan ellos, ya no tendremos país”. Y entonces vino esta sección sin desperdicio, que debo transcribir aunque me dé vergüenza ajena y me duelan los oídos, y aunque se revuelquen en sus tumbas los grandes oradores —Abraham Lincoln, Franklin Roosevelt, Martin Luther King, Barack Obama— que ha tenido en el pasado la política norteamericana. “Estados Unidos será un país libre otra vez”, dijo Trump. “Ahora no somos un país libre. No tenemos una prensa libre. No tenemos nada libre. En 2016 declaré que soy vuestra voz. Hoy añado que soy vuestro guerrero, soy vuestra justicia. Y para aquellos que han sufrido agravios y traiciones, yo soy vuestra retribución. Yo soy vuestra retribución”.

Uno tendría que remitirse a ciertos totalitarismos del siglo pasado para encontrar un discurso montado, como éste, sobre la idea de que la política es una guerra, el contradictor es un enemigo a muerte y las elecciones son una forma de venganza: venganza por las ofensas y las humillaciones del pasado, sin que importe si son reales o imaginarias. Sí, esos cien minutos de marzo son un verdadero programa de gobierno; y ese programa, basado en el resentimiento y el victimismo y articulado mediante una retórica de violencia, remite a momentos oscuros, por lo menos para quienes tengan la memoria larga. En diciembre del año pasado, durante uno de sus llamados rutinarios a la anulación de las últimas elecciones, Trump escribió en su red social: “Un fraude masivo de este tipo y magnitud permite poner fin a todas las normas, reglamentos y artículo, incluso los que se encuentran en la Constitución”. “Poner fin” es mi traducción de una palabra que en inglés suena mucho más terrorífica: termination. Acabar con la ley, arrasarla, obliterarla: tomar esa palabra por lo que vale, y verla junto al discurso de la retribución, tendría que resultarnos francamente espeluznante.

Lo único más estremecedor que esta suma de palabras es el hecho de que Trump las haya proferido antes de verse obligado a comparecer ante la justicia, cuando sólo lo movían —sí, lo han adivinado ustedes— el agravio y la traición. Ahora tendrá otros motivos, mucho más fuertes, para hacer lo que ya hizo con éxito el 6 de enero: usar la lealtad que le tiene su base para defenderse de la justicia. En esta recopilación de palabras, habría que recordar otro de los posts de Trump en su red social, impagablemente bautizada con la palabra “verdad”: Truth Social, se llama. Una madrugada de finales de marzo, cuando ya estaba en boca de todos la posibilidad muy seria de que el fiscal de Manhattan lo acabara acusando, Trump escribió que las “acusaciones falsas” del fiscal podrían llevar a “potenciales muerte y destrucción”, y serían “catastróficas” para el país. “¿Quién sería capaz de hacer algo así?”, aulló. “¡Sólo un psicópata degenerado que odia a Estados Unidos!”. Horas después de aquellas amenazas de madrugada, la oficina del fiscal recibió un sobre con polvo blanco y un mensaje seguido de 13 signos de admiración: “ALVIN: TE VOY A MATAR”.

Trump no es la misma figura que hace unos años parecía dispuesta a romper todas las reglas para llegar al poder: ahora es una figura nueva, más extremista y también más desesperada, que amenaza con violencia y ofrece a sus fieles un horizonte de venganza. ¿Venganza contra qué? Contra todo lo que odien. Sabemos bien que eso, razones para sentir odio o gente en la cual descargarlo, no ha escaseado recientemente en los Estados Unidos; pero es probable que nunca, desde la guerra de Secesión, nos hayamos visto frente a un hombre tan capaz de recoger esas emociones y manejarlas a su antojo. Y luego, como dice un poema, que alguien pase a recoger los restos.