ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL, ABC 15/12/13
«Hoy, hijo de uno de los padres olvidados de la Constitución de 1978, pienso en claudicar: será más fácil reformarla que imprimirla en el corazón de la parte más reticente de una ciudadanía que no se identifica con ella. Lástima»
Soberanía, independencia, sedición, federalismo, consulta, decidir, expolio, legitimidad, pacto, referéndum, pueblo, libertad. Las palabras son inocentes; nosotros, no tanto. El intento de alistarlas de uno u otro lado es ilusorio: «Español» procede del provenzal «espaignol», y para Joan Margarit, obispo de Gerona en el siglo XV, «Catalunya» vendría de «Gotholonia», cediendo a los godos un origen que parece más noble cuando viene de sangre carolingia. Otros han propuesto una etimología común para «catalán» y «castellano», abrazadas las lenguas hispánicas en una vasta red de préstamos e influencias. Pero las identidades no están en la historia sino en el futuro, y términos como aquellos iniciales se emplean hoy apasionadamente para dividir, interponiendo espacios semánticos difusos carentes de un mínimo de precisión. Envoltorios fonéticos con pocas ideas dentro para unos discursos desplegados en tweets que provocan reacciones epidérmicas en la red y las encuestas, alimento del vuelo raso de muchos políticos. La cuestión catalana, del siglo XVII a hoy, no es un mero problema del lenguaje, desde luego, pero el mal uso del lenguaje dificulta el diálogo y la búsqueda de valores compartidos en una sociedad civil que siempre fue especialmente densa en Cataluña, sin Estado o contra el Estado, y que hoy palidece ante los excesos del poder a cargo de quienes pretenden ahormar libertades por venir en un proceso confuso, sin hoja de ruta y proyecto final.
¿Por qué reconocemos a los políticos ese poder taumatúrgico sobre las palabras en cuestiones tan sensibles? Difícilmente las resolverán quienes, sin experiencia, se empeñan en desarmar y armar el Estado como si fuera un reloj roto. La Constitución es mucho más que un puñado de votos desparramado sobre un texto, en las Cortes o a pie de urna: fue el esfuerzo generoso de un pueblo con sed de libertad que trazó el camino de la democracia con principios de potencial aún inexplorado para construir un Estado social y democrático de derecho con la justicia, la igualdad, la libertad y el pluralismo como valores superiores. Nadie debería sentirse al margen de un texto tan inclusivo y socialmente avanzado. Pero la Constitución no es perfecta y su Título VIII respondió a un equilibrio demasiado circunstancial entre tradición y aspiraciones de futuro, concesiones y silencios. No supimos conservarlo y toca recomponerlo en estos tiempos difíciles.
El «problema catalán» dudo que sea, como dijo Ortega en 1932, un «problema irresoluble» que, todo lo más, puede «conllevarse» de ambos lados. No hay inducción racional que lo justifique a partir de una experiencia histórica en la que somos, a la vez, observadores y responsables. ¿Cuál es ese «siempre» implícito en lo irresoluble orteguiano que ya cuestionaba Azaña? ¿Qué hay de malo en «conllevarse» en paz? No es distinto de cualquier problema de la convivencia en sociedad a resolver con tolerancia y fe en el derecho. Para aplicarlo y también para transformarlo. Las identidades colectivas siguen estando delante, en los proyectos de futuro.
Los abogados, como los poetas, vivimos de juntar palabras. No las tememos. La articulación de un Estado federal no tiene por qué ser ni mejor ni peor, para cualquier ideal de distribución de poderes, que el Estado autonómico que en 1978 tomamos de la segunda república; una organización territorial singular, asimétrica y carente de reglas claras que definieran de partida quiénes debían ser –iguales o no– los sujetos de la autonomía y cuáles los límites competenciales cuando las comunidades jugasen a tensar la cuerda en su favor. Ahora no cabe conjurar con fórmulas vagas las dificultades acumuladas en treinta y cinco años de carrera desordenada hacia el máximo de autonomía, en el peso insoportable de las administraciones y en las aspiraciones de autogobierno. ¿Qué modelo de Estado Federal? ¿Qué derecho a decidir qué y quiénes? ¿Qué ordenación de competencias y prioridades? ¿Hacia dónde la relativa independencia? No importan los nombres, sino las normas y los valores sociales. Falta de nuevo la visión ordenada de un futuro posible.
Estamos en la Torre de Babel. Según el Estatut, dentro de un elenco de derechos mucho más amplio que el de la Constitución, la Generalitat tiene «el deber de promover la cultura de la paz en el mundo»; y «competencias exclusivas» que incluyen las de «primera acogida de las personas inmigradas», como si en Madrid no nos hirieran las cuchillas de Melilla o la opacidad sin ley de los Centros de Internamiento de Extranjeros de cualquier lugar de España, incluida la zona franca de Barcelona. En materia de financiación, el Estatut imponía obligaciones a otras Comunidades, que debían realizar «un esfuerzo fiscal similar» como condición para ajustar los recursos financieros de Cataluña y que «el sistema estatal de financiación disponga de recursos suficientes para garantizar la nivelación y solidaridad de las demás Comunidades Autónomas» (condición declarada inconstitucional). El propio Estado estaría obligado a garantizar que «la aplicación de los mecanismos de nivelación no altere en ningún caso la posición de Cataluña en la ordenación de rentas per cápita entre las Comunidades Autónomas antes de la nivelación» (garantía no declarada inconstitucional siempre que se interprete correctamente, según la sentencia).
El problema no es si la sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 2010 se quedó una coma más acá o fue un milímetro más allá, como si la geografía de la Constitución tuviera el detalle preciosista de un cuadro de Patinir. Lo preocupante es el escenario de pugna entre partes enfrentadas, esa violencia de comunidad de vecinos mal avenidos con que tantas veces se lanzan los recursos de inconstitucionalidad y otras armas arrojadizas, poniendo a las instituciones bajo sospecha de seguir a unos partidos que hacen lo posible para servirse de ellas. El último problema del Estatut de 2006 fue someter la voluntad democráticamente expresada del pueblo catalán a la ordalía de una sentencia que podía proporcionar legítimamente la medida exacta de su constitucionalidad, pero nunca dar solución política a lo que quedara fuera de la Constitución; una extralimitación que, en mayor o menor grado, era previsible desde el primer momento y nadie quiso prevenir, jugándoselo todo a la carta de un fallo incierto que iba a demorarse por años. Cuatro. No hubiera hecho falta tanto para concertar entre todos una respuesta realista a pulsiones cívicas atendibles, que las había, aunque el pacto social necesitara rehacer algunas reglas del juego antes de violentarlas y, quizás, modificar una Constitución que tardó mucho menos en redactarse desde cero.
En el derecho hay, junto a un componente de coerción, una dosis variable, pero necesaria, de cumplimiento espontáneo que evita tener que imponer cada norma a golpe de sentencia. Vale para todo; para pagar el periódico de la mañana y para respetar un tablero constitucional que se ha cuajado de emboscadas. Hoy, hijo de uno de los padres olvidados de la Constitución de 1978, pienso en claudicar: será más fácil reformarla que imprimirla en el corazón de la parte más reticente de una ciudadanía que, por olvido, ignorancia o desafección sincera, no se identifica con ella. Lástima. Pero mientras buscamos desde la pluralidad ideológica, geográfica y cultural un consenso suficiente para reformar prudentemente nuestra Carta Magna, el ordenamiento jurídico que preside, norma a norma, tiene que observarse y hacerse observar. Aunque no sea suficiente. El resto pasa por hacer seguros los puentes del diálogo e intentar comprender y amar las diversas razones y las hablas de Sepharad, como decía Espríu, el poeta que amaba les paraules calmoses y la Biblia bellamente traducida por los monjes de Montserrat: las palabras tranqui-las de los sabios se escuchan másque el grito del rey de los necios (Eclesiastés, 9, 17). Eso decía el libro sapiencial. Aquí abajo, hay más palabras que sabios, más ruido que música, más poder que sociedad, más ordenanzas locales que valores e integración europea, y así nos va.
ANTONIO HERNÁNDEZ-GIL ES MIEMBRO DE LA REAL ACADEMIA DE JURISPRUDENCIA Y LEGISLACIÓN, ABC 15/12/13