FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
  • La hipérbole, la exageración sin el más mínimo rubor, se está convirtiendo en el lenguaje político normalizado

Las declaraciones de la ministra de Igualdad señalando que prohibir las manifestaciones del 8-M en Madrid equivalen a “criminalizar” el movimiento feminista han pasado casi desapercibidas. Puede que sea porque estamos ya más que acostumbrados a esa forma hiperbólica de nombrar la realidad. Estuve buscando otros ejemplos similares y me di cuenta enseguida de que si empezaba a poner la lista me comía la columna. Conclusión, la hipérbole, la exageración sin el más mínimo rubor, se está convirtiendo en el lenguaje político normalizado. Con un efecto obvio, que deja de tener efecto. Cuanto más distorsionamos la realidad a base de amplificarla, tanto menor será también nuestra capacidad para reflejar algo con sentido. Recuerden el uso que se hizo de la palabra “libertad” durante el confinamiento por parte de Vox u otros; o la acusación de “asesinos” a quienes trataban de evitar que nos desbordara la pandemia.

Se preguntarán, entonces, que por qué se hace, por qué se insiste en abandonar los datos de la realidad para caer en una descripción tan burda de ella. El propio Aristóteles afirmó que recurrir a la hipérbole era un gesto “adolescente” y propio de quienes están enfurecidos. Y eso ya nos cuadra más. “Adolescentes indignados” es un buen símil —por seguir con las figuras retóricas— para describir a muchos de nuestros políticos. Es lo que vemos casi en cada sesión del Congreso. Todos con gesto serio y ametrallando al contrario con palabras destempladas, apenas recurriendo a la ironía o esbozando una sonrisa. Eso que a algunos nos sale de forma casi natural cuando escuchamos algunas de las bravuconadas que allí se dicen.

El caso es que en la tradición de la retórica la hipérbole se presenta también como un acto del habla que anuncia su propia mentira. Algunas veces, desde luego, sin que quien la emite sea consciente de ello. Están tan acostumbrados a exagerar, que ignoran que al hacerlo están subvirtiendo su credibilidad. O quizá no. Si lo hacen no es porque no crean que lo que dicen es desmedido, sino porque se ve como el atajo más directo para cohesionar a los suyos. Desacreditar desaforadamente al adversario es una forma de manipular a la audiencia, el recurso tantas veces visto en la demagogia trumpista, cuyo dibujo de la realidad convertía a esta en una caricatura, pero que se mostró tan eficaz para dotar de identidad a su movimiento. De ahí sacó Vox eso de que los inmigrantes ilegales “violan, roban y matan” y otras lindezas semejantes, la copia casi exacta de lo que Trump dijo de los mexicanos.

Nos encontramos, pues, en plena política posverdad. En su versión más zafia, además, eso que H. Frankfurt llamaba bullshit, las paparruchadas o chorradas, el pronunciarse sobre cualquier cosa sin ton ni son, sin prestar la más mínima atención a la distinción entre lo verdadero y lo falso. Mas no es inocente. Detrás está la estrategia de abundar en la polarización, de movilizarse siempre en contra de alguien. Corren el peligro, como dije antes, que quizá nos acabemos inmunizando frente a este lenguaje hiperbólico y empecemos a escuchar a quienes nos hablan de una realidad reconocible. Que los hechos están para tomárselos en serio, no para poner las palabras sobre los hechos al servicio de fines cualesquiera.