IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El PAÍS
- El debate sobre las soluciones a la guerra de Ucrania se divide entre reparar una injusticia o buscar la consecución de la paz. Va siendo hora de equilibrar el argumento belicista que domina la discusión
Los debates sobre conflictos bélicos son incómodos. La descalificación moral de quien tiene opiniones distintas es recurrente. Unos piensan que los otros son ingenuos, buenistas y autocomplacientes, y los otros creen que los unos son belicistas, imperialistas e insensibles.
En el caso de la guerra de Ucrania, algunas cosas parecen razonablemente claras. Sean cuales sean las motivaciones de Rusia, la invasión armada de Ucrania constituye un acto de guerra injustificable. Ucrania no ha hecho nada que merezca como respuesta la entrada del ejército ruso en su territorio. Dicha entrada ha dado lugar a una guerra en la que Ucrania se defiende y trata de recuperar el terreno perdido.
Por muy complejos que sean los antecedentes del conflicto, que siempre lo son, en este caso resulta extremadamente sencillo separar a la parte agresora de la parte agredida. Los ucranios son las víctimas de la agresión. Y, como víctimas, deben ser socorridas por la comunidad internacional. Dicho socorro se manifiesta de múltiples formas, desde las sanciones económicas a Rusia hasta la ayuda humanitaria, financiera y armamentística que se presta a Ucrania.
El punto de partida, pues, no admite mucha discusión. Hay un deber de solidaridad con el pueblo ucranio. Que en el pasado no se haya ejercido esa solidaridad con otros países agredidos, o que los mismos países que hoy apoyan a Ucrania en el pasado no movieran un dedo o incluso apoyaran otras guerras de agresión (como la de Irak, sin ir más lejos) es importante para revelar la hipocresía de los Estados y el doble rasero que impera en las relaciones internacionales, pero, desgraciadamente, esa constatación no nos permite avanzar mucho en la cuestión de qué hacer una vez que Rusia ha invadido Ucrania. Eso requiere una respuesta, aquí y ahora, de la que no podamos sustraernos por grande que sea el rechazo al comportamiento de los Estados en el pasado.
Dado este punto de partida, es lógico que se desenfunde la objeción moral en cuanto se arroja alguna duda sobre la ayuda militar a Ucrania. Replantearse dicha ayuda se interpreta como un cuestionamiento más general de la solidaridad con las víctimas de la guerra. ¿Vamos a dejar a su suerte a la población ucrania? ¿Qué pensaríamos nosotros si, en nuestro propio país, sufriéramos una invasión y el resto de Estados no hiciera sino mostrar indiferencia, sancionando de este modo la injusticia cometida por la parte agresora? Y, ya puestos, ¿acaso no pensamos que la Segunda República española fue miserablemente abandonada por las potencias democráticas, mientras Alemania e Italia ayudaban generosamente a los fascistas? De todo esto se ha hablado en los últimos tiempos.
Es importante señalar, sin embargo, que quienes apoyan sin fisuras el apoyo armamentístico a Ucrania no sólo tienen en cuenta razones morales. Hay también razones meramente prudenciales. Por eso se busca una respuesta conmensurada, que no traspase unos ciertos niveles de apoyo. Si no hubiera más que un razonamiento moral sobre el mal y el bien, no tendríamos otro remedio que concluir que, tras más de un año interminable de guerra, nuestro apoyo no ha sido suficiente y hemos de ir más allá. ¿Por qué no enviamos tropas? ¿Por qué no entramos directamente en guerra con Rusia? Con otras palabras, ¿por qué suponemos que el nivel óptimo de apoyo consiste en enviar armas a Ucrania e imponer sanciones a Rusia?
La respuesta a estas preguntas ya no es moral, sino plenamente política. Ahora bien, una vez que entramos a sopesar razones políticas, el campo de discusión se abre considerablemente. Si no tenemos una obligación incondicional de darlo todo por la causa ucrania, ¿cómo se establece cuál es el nivel de apoyo más adecuado? Pero, sobre todo, ¿por qué no exploramos otras vías alternativas que acorten la guerra cuanto sea posible?
El pacifista apuesta siempre por la vía del diálogo y la negociación a fin de evitar el horror de la guerra. Sus contrarios alegan que se trata de un objetivo loable, pero que Rusia no va a cesar su ofensiva por el hecho de que en una mesa de negociación se le pida hacerlo. En realidad, todos sabemos que la cuestión es algo más compleja. No es cuestión de oponer armas a palabras. Lo que en el fondo se ventila es si se da más importancia a reparar una injusticia o a la consecución de la paz. Soy consciente que esta manera cruda y sin matices de plantear el dilema puede resultar inaceptable a muchos, pero, en última instancia, el debate, se reconozca o no, gira en torno a ello.
Quienes apuestan por la confrontación armada creen que lo prioritario es reparar la injusticia de la invasión y los crímenes cometidos, aun si eso supone un conflicto de consecuencias terribles y un riesgo de extensión del mismo más allá de Ucrania. Por su parte, quienes abogan por la paz creen que es más importante acabar con la guerra, aun si eso supone transigir con una injusticia. Ninguna de las partes lo plantea en términos incondicionales. Quienes creen que hay que seguir ayudando a Ucrania ponen límites a tal ayuda: no están dispuestos a declarar la guerra a Rusia. Y quienes creen que hay que buscar la paz no creen que valga todo y que Rusia deba sin más salirse con la suya.
La postura belicista, de momento, está clara: apoyar a Ucrania hasta donde sea posible sin entrar en guerra con Rusia. En cambio, la postura pacifista apenas se ha articulado, entre otras razones porque nadie quiere anticipar lo que tendría que ser negociado por las partes con la mediación de la comunidad internacional. A mi juicio, un requisito mínimo para una posición pacifista razonable es, como ha señalado Jürgen Habermas, que Rusia no pueda considerar bajo ninguna circunstancia que ha ganado la guerra. Con todo, entre una victoria y una derrota totales caben múltiples soluciones intermedias. Cuanto más se aproxime la solución negociada a la victoria rusa, mayor será el coste de la paz en términos de justicia. Y viceversa: cuanto más se aproxime la solución negociada a la derrota de Rusia, mayor será el coste de la guerra en vidas humanas. Lo que esto significa, en último término, es que la búsqueda negociada de la paz puede entrañar algún tipo de concesión territorial a Rusia, así como algún tipo de acuerdo de seguridad que dé garantías mutuas a las partes. El pacifista cree que vale la pena explorar esa vía, el belicista cree más bien que el objetivo es restaurar el statu quo ante.
Con mucha timidez, surgen algunas iniciativas esperanzadoras. China ha presentado un decálogo de principios para reconducir la situación. Algunos de esos principios son ambiguos, pero podría valer como un primer paso. Más recientemente, el presidente de Brasil, Lula da Silva, ha comenzado a explorar una alianza de países que faciliten la vía negociada. No nos engañemos: esa vía supone que Rusia conseguirá alguna de sus reivindicaciones, a costa de Ucrania.
Como tipos ideales, el belicista cree que tener razón justifica la continuación del conflicto, de la misma manera que el pacifista cree que la paz justifica una solución injusta. En el mundo real, buscamos continuamente compromisos o puntos medios. En esta guerra, de momento ha tenido mayor protagonismo el ideal belicista. Va siendo hora de equilibrar la situación y dar mayores oportunidades a la búsqueda de la paz.