JAVIER TAJADURA TEJADA-El CORREO
- Los cambios legales impulsados por el Gobierno no pueden implicar una amnistía encubierta, aunque fueran concebidos así
El magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena, instructor de la causa del ‘procés’, ha dictado un impecable auto que resulta muy clarificador para comprender cuáles son las consecuencias reales de las últimas reformas del Código Penal llevadas a cabo por la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno. Su argumentación es muy sólida, por lo que cabe prever que la Sala de lo Penal -a la que corresponde decir la última palabra al respecto- confirme esta interpretación sobre el alcance de la derogación de la sedición y la introducción de dos nuevos tipos penales de malversación atenuada.
Por lo que se refiere a la derogación de la sedición, el juez se limita a recordar la doctrina del Supremo sobre el tema. Advierte que la regulación anterior a la reforma «era plenamente homologable a la de los países de nuestro entorno para afrontar comportamientos como el enjuiciado». Ahora, por el contrario, España se ha convertido en uno de los pocos países en los que conductas como la enjuiciada -«impulsar una desobediencia civil y una insurrección institucional orientada a alterar el orden constitucional sin ninguna llamada a la violencia»- no tienen una sanción penal. Con suma prudencia, Llarena advierte de que se ha generado «un contexto cercano a la despenalización» al haberse derogado la sedición y no siendo subsumibles las conductas de los líderes del ‘procés’ ni en el antiguo delito de desórdenes ni en el nuevo (que en todo caso, además, nunca podría aplicarse retroactivamente).
No se puede decir más claro: si lo vuelven a hacer, el Estado está indefenso -desde el punto de vista penal- frente a ese tipo de ataques a su integridad territorial y a su propia existencia. Y esa situación de indefensión la ha provocado el propio Gobierno, a quien la Constitución atribuye en el fundamental artículo 97 como una de sus funciones esenciales, junto a la de dirección política, la de «defensa del Estado».
Derogada la sedición, sobre algunos de los dirigentes del ‘procés’ pesa todavía la acusación por malversación que puede implicar elevadas condenas de cárcel. Para ello, la mayoría parlamentaria procedió también a reformar el delito de malversación introduciendo dos tipos atenuados (malversación sin ánimo de lucro) con penas mínimas con objeto de beneficiar así a los encausados por la intentona independentista. En la reforma no se escuchó a los expertos en Derecho Penal y se prescindió por completo de la doctrina del Tribunal Supremo al respecto durante los últimos cincuenta años. La nueva regulación incluye unos nuevos tipos de malversación atenuada que se caracterizan por la ausencia de «ánimo de lucro». Es la tontería que se ha repetido de que no es lo mismo quedarse con el dinero de la Administración que utilizarlo para otra cosa. Digo tontería porque es evidente que es mucho más grave utilizarlo para, pongamos por ejemplo, contratar a un asesino que para disfrutar de unas vacaciones en Mallorca.
Llarena recuerda lo que muchos habíamos advertido: hay ánimo de lucro siempre que se dispone de unos fondos como si fueran propios. Así lo ha entendido siempre la jurisprudencia del Supremo. El robo requiere ánimo de lucro, y dicho ánimo concurre con independencia de que el ladrón se quede con el dinero o lo regale. Por ello, el magistrado aplica correctamente a los encausados el tipo de malversación grave y no los nuevos atenuados. Porque sí hay ánimo de lucro en la medida en que se dispusieron de fondos públicos como si fueran propios para otras finalidades. Y lo que es más grave, no para cualquier finalidad, sino para financiar la comisión de delitos graves.
El auto pone de manifiesto que la reforma penal, a pesar de que sus impulsores la concibieron como una amnistía encubierta, no va a tener ese efecto. En ese contexto, lo más grave es la crítica de trazo grueso a que ha sido sometido el juez. Desde el Gobierno se le ha reprochado que «hace política». Frente a estas injustas acusaciones, conviene recordar que se ha limitado a cumplir con su función constitucional de interpretar y aplicar la ley. Y para ello era obligado contextualizar la reforma penal.
El problema al que nos enfrentamos no es tanto que los jueces hagan política como que el Gobierno quiera «deshacer» la Justicia. Así ocurre cuando se reforma el Código Penal con el único objetivo de neutralizar los efectos de una sentencia y de favorecer a unas personas concretas.
La operación -de momento- no le ha salido bien al Gobierno. La absurda reforma de la malversación no ha servido para culminar la amnistía a muchos de los implicados en el ‘procés’.