JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO
La monarquía está ahí, anclada en la Constitución, y cambiarla es tarea hercúlea
En 1811 un anónimo corresponsal le pidió al ilustrado y cartesiano Valentín de Foronda unos comentarios sobre el proyecto de Constitución que se debatía en Cádiz. Los publicó ese mismo año y desde entonces han llamado la atención por su radicalidad en lo que se refería al asunto de la división territorial del reino. A Foronda le parecía anacrónico mantener los reinos y provincias existentes como base de la ordenación de España y proponía en cambio un criterio puramente geométrico e igualitario (inspirado de lejos en los departamentos creados por la Revolución francesa): dividir el país a efectos de su administración en dieciocho secciones cuadradas trazadas con regla y cartabón y todas ellas idénticas: una fila de seis al norte de la península y tres filas de cuatro al sur (salvo que se integrase Portugal). «La igualdad en la división de las provincias es el cimiento de la buena administración económica, civil y militar».
Ni que decir tiene que el criterio geométrico de Foronda no fue tenido en cuenta ni por las Cortes de Cádiz inicialmente, ni por Javier de Burgos años después cuando en 1833 se trazó la división provincial que ha subsistido hasta nuestros días. Y es que la racionalidad pura de la división de Foronda incurría en un defecto palmario, el de ignorar y por ello hacer tabla rasa de las divisiones ya creadas por motivos contingentes a lo largo de la historia. Por avatares antropológicos, geográficos, guerreros, culturales y de otro tipo, el hecho es que existían ya desde antes de la Constitución gaditana unos núcleos territoriales con personalidad propia y distinta y ninguna nueva norma jurídica, por suprema que fuera, podía desconocer el precipitado de la historia salvo que se efectuase un gigantesco esfuerzo homogeneizador desde el poder central. Lo cual habría violentado la forma de ser peninsular, muy apegada a lo local y regional.
El anterior no es sino un ejemplo, que cito por su plasticidad, de algo que puede enunciarse como una regla general de los procesos de cambio político: que la realidad histórica contingente con que se encuentra el renovador tiene un gran peso a la hora de limitar las posibilidades de cambio, y que los proyectos que por su excesiva carga racional pretendan hacer tabla rasa de lo existente sobre la base de implantar principios claros y distintos son de más que dudosa eficacia y perdurabilidad. Es lo que, aunque fuera con una formulación equívoca, Jellinek llamó «la fuerza normativa de lo fáctico». Y que de una forma menos alambicada subraya Odo Marquard cuando asevera que en todo proceso de cambio social deliberado es mucho más lo que se conserva que lo que se modifica, por la sencilla razón de que los humanos somos «seres llegados tarde» que nos encontramos con un mundo de prejuicios resiliente ya hecho, reformable pero poco.
Suprimir la monarquía sería una decisión sin vuelta atrás, de las temibles en democracia
Por cierto, que la Constitución de la Segunda República española de 1931 es un buen ejemplo de ello, precisamente porque se puso como un proyecto de reforma radical y abrupta de prácticamente todos los grandes nudos problemáticos nacionales. La forma de Estado, su integración territorial, la relación con la Iglesia, la propiedad agrícola, lo militar, todos los grandes ítems españoles fueron resueltos de un golpe con la pluma de la razón revolucionaria. Lo que provocó una inevitable escisión política de los conservadores respecto a la República y una polarización extrema del juego político. Se pretendía demasiado, demasiado rápido y en contra de demasiada realidad.
Viene todo esto a cuento de las repetidas declaraciones de diversas fuerzas políticas en favor de implantar una república como forma de Estado, aquí y ahora. Claro está, desde un punto de vista que utilice sólo la racionalidad democrática, si a cualquier estudioso le preguntan por el mejor sistema para nombrar al jefe del Estado responderá sin dudar que lo es el republicano. A un diseñador que se sitúe «tras un velo de ignorancia de lo que ya existe» le parece obvia la república y absurda antigualla la monarquía. Como a Foronda se lo parecían las provincias vascongadas.
Pero, igual de claro, ese diseñador sería un irresponsable si no levantase primero de todo el velo y mirase lo que ya existe allí donde se tendrán que plasmar sus principios. Porque lo que existe puede hacerle modificarlos, por claros y patentes que sean.
¿Qué se encontraría nuestro aprendiz de constituyente en el caso que nos ocupa? Pues creo que con las siguientes realidades: primera, que la opción a tomar no es una elección pura entre dos posibilidades teóricas equivalentes, sino una decisión sobre una institución que ya existe y que habría que suprimir. En 1931 la monarquía se fue y la república vino dulce entre el consenso casi universal; ahora no, la monarquía está ahí, anclada en la Constitución y cambiarla es una operación hercúlea. Máxime cuando no se percibe un consenso mínimo, no ya en hacerlo, sino incluso en el interés práctico de iniciar la operación de su cambio.
Más aún, la supresión de la monarquía se presenta como una decisión sin vuelta atrás, de esas anómalas y temibles en democracia, donde la regla es que todo pueda ser discutido y modificado cada pocos años. Esta no, esta sería una decisión no revisable. Como para inspirar un respeto especial y abstenerse de plantearla si no existe un clamor unánime a su favor.
Pero es que, además, hasta el más lerdo de los constituyentes se daría cuenta de que la decisión no lo sería entre una monarquía o una república españolas, sino que la cuestión se teñiría inevitablemente (basta mirar en derredor) con la de la secesión; lo que se votaría en realidad serían tres repúblicas separadas o una corona unida.
Lo que lleva al siguiente trozo de realidad mostrenca: la monarquía parlamentaria es todavía un símbolo potente de un régimen político que consiguió, después de siglo y medio de fracasos, integrar a todos los españoles en el juego político. Su supresión es vista por muchos (muchos más de los que creen algunos) como un comienzo de cambio de régimen hacia otro cuya inclusividad no se asienta sino en la lógica política abstracta, en etéreas promesas y en buenas intenciones.
Y, por último, aunque no desdeñable, existen muchos partidarios de la monarquía como un régimen de raigambre histórica en España que conecta con su unidad como cuerpo político y que, por eso, la prefieren a una república que ha tenido tan mal resultado en la experiencia. Son muchos los que cuando oyen predicar a los republicanos de hoy sienten en el fondo de su alma aquello que escribió amargado Simón Bolívar en su día: «Estamos construyendo repúblicas de aire». O secciones cuadradas, si lo prefieren.