Francesc de Carreras-El Confidencial
- ¿Estamos otra vez, como en el periodo de entreguerras, sembrando las semillas del odio? A veces me lo temo
Lo pensaba el otro al ver ‘El día que vendrá’, un filme estrenado en 2019. La verdad es que, en su conjunto, se trata de una película mediocre y convencional, un melodrama bien realizado e interpretado, pero con una trama que se disuelve en un asunto amoroso y un final irreales y poco creíbles. Sin embargo, la primera media hora es excelente, real como la vida misma, capta y mantiene tu atención y obliga a reflexionar. Así pues, reflexionemos.
Los hechos suceden en Hamburgo justo acabada la guerra, año 1945, una ciudad en ruinas, literalmente destruida, ocupada por las tropas británicas. En los primeros minutos, el mismo coronel inglés al mando de las tropas ocupantes confiesa con amargura a su mujer recién llegada de Londres e impresionada por lo que está contemplando: «Bombardeamos más Hamburgo en un fin de semana que los nazis Londres durante toda la guerra».
La tensión entre los ocupantes y los ocupados es máxima. También el odio. Ahí está la diferencia, la gran diferencia, entre una guerra y una pandemia: ahora nuestro enemigo es el virus, no otro ser humano. El virus no tiene alma, ni rostro, ni mirada, ni pensamiento ni voluntad: no se le puede atribuir responsabilidad moral por lo ocurrido.
En una guerra, sucede lo contrario: el enemigo es una persona como tú a la que echas la culpa por lo sucedido. Aunque no la tenga. Contra esta culpa, condensas todo tu resentimiento por los males sufridos, en especial los irremediables, las muertes de seres queridos. Se deshumaniza al odiado porque necesitas reforzar tu superioridad moral para así poder humillarlo y despreciarlo, con rabia y violencia.
En casos de guerra, no se odia a este supuesto enemigo por sus acciones, que desconoces, sino porque forma parte de un grupo, de una nación si se quiere, que merece ser odiado por ser distinto al tuyo. «No son como nosotros, nosotros somos distintos». Este ‘nosotros’ nos reafirma, primero provoca las guerras, después las prolonga y dificulta que lleguen a su final aun cuando las operaciones militares hayan cesado. Este odio absurdo, irracional, agresivo, es el que está presente en esa tensa primera media hora de película. Es el odio al que dedica penetrantes páginas Ignacio Morgado en su libro ‘Emociones corrosivas’.
Pues bien, ese odio no existe sin más: ese odio se crea. Hay personas, siempre ha habido personas, dedicadas a sembrar odio, a regarlo con mimo, a verlo crecer con la esperanza y el deseo de que algún día explote con violencia. Entre las dos guerras mundiales, se cultivó mucho odio. Y dio sus frutos. Al final, tras la catástrofe, tal como se expresa en la película, el odio persistía, podía verse en las miradas, en el rictus de los labios, en la tensión del ambiente, en la humillación de los vencidos y en la soberbia de los vencedores.
¿Estamos otra vez, como en el periodo de entreguerras, sembrando las semillas del odio? A veces me lo temo. Quizás hemos abandonado aquel concepto de democracia como sistema de diálogos que explicaba Georges Vedel en los años de posguerra y nos enseñaba Jiménez de Parga en sus clases: «La idea de diálogo —sostenía Vedel— expresa la filosofía profunda de la democracia». Y añadía: «La filosofía democrática rechaza la creencia de que existe una armonía espontánea y automática entre los diversos interlocutores del mundo político. Pero esta filosofía —proseguía el maestro francés— no cree tampoco que las oposiciones sean de tal naturaleza que impidan encontrar una conciliación».La democracia, por tanto, es el fin de la guerra, especialmente de una guerra civil, y la incesante búsqueda de esta conciliación, que es el núcleo de la filosofía democrática. Nuestra II República, con todas las buenas intenciones de sus primeros tiempos, desgraciadamente no trajo la paz sino la guerra, nada menos que una guerra civil, una guerra entre españoles, el odio profundo. El fin de la Guerra Civil tampoco trajo la paz, sino la victoria, es decir, la continuación de la guerra por otros caminos. Media España se sometió a la otra media. El silencio del miedo, la mala sangre que provoca el odio, la repugnante vanidad del triunfo militar. La victoria y no la paz.
Se necesitaba un diálogo para llegar a la conciliación de que hablaba Vedel, paso previo a un pacto para el futuro. El diálogo fue la Transición, el pacto la Constitución, el consenso la filosofía de fondo. Se trazó un horizonte de paz sin victoria, de libertad sin odio, de igualdad sin humillados ni ofendidos.
A veces siento miedo, tengo la sensación de que algunos quieren volver a los viejos tiempos
Cuando hablamos de la Transición, no hablamos del pasado sino de la semilla de un futuro que desde hace más de 40 años ha estado presente. Cuando hablamos de la Constitución, no estamos hablando de un conjunto de artículos, sino de algo más profundo, de las raíces y fundamentos de una reconciliación entre españoles, de un punto y final en la historia de nuestro país para iniciar un nuevo recorrido.
No me gusta ser alarmista, pero a veces siento miedo, tengo la sensación de que algunos quieren volver a los viejos tiempos, se vuelve a utilizar en público el lenguaje del odio, se están sembrando semillas para inocularlo. Estamos en pandemia, no en guerra. Pero cuidado, cuidado. Porque a veces no se está a tiempo para frenar los vendavales de la historia, a veces la pendiente es demasiado inclinada y uno se va deslizando poco a poco, sin casi darse cuenta, hacia el vacío.