FRANCISCO J. LAPORTA – 22/10/14
· Aunque sabe que la independencia no es mayoritaria en Cataluña, el nacionalismo se empeña en votar sus preguntas para que el mero hecho de hacerlo sea el reconocimiento institucional de su carácter de nación.
Siempre he pensado que nacionalismo y democracia son dos idearios poco compatibles. La democracia descansa en los ciudadanos pensados individualmente, el nacionalismo en cambio en un todo social —la nación, el pueblo— por encima de ellos. Para la democracia el ciudadano es singular, autónomo e independiente. Para el nacionalismo la ciudadanía es sobre todo pertenencia. Lo que define tu identidad en el ideal democrático es tu individualidad libre y creadora; en el ideal nacionalista, tu pertenencia al todo nacional. Por eso los nacionalistas siempre hablan en nombre de la patria; los demócratas, en nombre de los ciudadanos. Y eso es también lo que hace tentadora la idea de que el mejor antídoto contra el nacionalismo es la democracia. A cada afirmación nacionalista sobre los rasgos y preferencias del “pueblo” debería poder responderse con una pregunta ciudadano por ciudadano. Los resultados serían sorprendentes.
Esto, sin embargo, no parece encajar con el terco empeño que está exhibiendo el nacionalismo catalán en consultar al poble si quiere que Cataluña sea un Estado independiente. “Queremos votar”. El argumento se presenta como irrebatible: si uno es demócrata ha de aceptar que el pueblo catalán, voto a voto, manifieste su posición sobre el tema. ¿No es esto contrario a lo que he afirmado? Creo que no, y para argumentarlo voy a tratar de indagar un poco si hay en el empeño alguna trampa o ardid escondido.
Lo más sorprendente de la posición oficial de la Generalitat y la mayoría nacionalista del Parlamento catalán es que saben que las encuestas de que se dispone hasta el momento, incluso las más sesgadas, vienen afirmando sistemáticamente que la posición independentista no es mayoritaria en Cataluña. Está creciendo mucho, pero no es mayoritaria. Tienen pues que saber que una pregunta sobre el tema lleva hoy por hoy las de perder. Y sin embargo se obstinan en hacer la pregunta. ¿Por qué? La respuesta no puede ser más que esta: en realidad, cualquiera que sea el resultado de la consulta, al realizarla habrán conseguido el reconocimiento jurídico y político de Cataluña como un demos que tiene derecho a manifestarse como sujeto político autónomo. He ahí la trampa subyacente. No es que Cataluña sea una nación y en virtud de ello tenga derecho a decidir; es que si se le reconoce tal derecho se le está atribuyendo la condición de sujeto político con un cuerpo electoral propio. Y si además ese derecho a pronunciarse versa, como es el caso, sobre quién ha de ser el depositario de la soberanía política, entonces se le está reconociendo como nación política.
Al simplificar cuestiones complejas se cuelan mercancías difíciles de vender a cara descubierta.
Lo que busca, pues, esa porfía por hacer la consulta no es un ejercicio de democracia, sino que se reconozca jurídicamente al pueblo de Cataluña el título político de sujeto decisor, porque eso sería un reconocimiento institucional de su carácter de nación. Lo que en definitiva persigue es votar la pregunta, porque el mero hecho de votarla lleva consigo la creación del título para ello, la pretensión de soberanía. Si nos permiten votar esa cuestión, eso significa que tenemos derecho a hacerlo. Y desde esa perspectiva, claro, el resultado da igual. Lo importante es la definición del sujeto colectivo como entidad soberana que el hecho de votar comporta.
Primera trampa, pues: no ser para votar sino votar para ser. Y aquí aparece inmediatamente una segunda trampa. Porque, debido a una sorprendente asimetría, este tipo de procesos parecen abocados a terminar sólo de un modo. El destino de Cataluña una vez alcanzado el carácter de sujeto nacional con derecho a decidir sobre su futuro político acabará por ser, antes o después, la independencia. ¿Por qué? Pues porque si la respuesta es “no”, la cuestión sigue abierta y puede repetirse la consulta indefinidamente; pero si la respuesta es “sí”, el debate se da por cerrado y la decisión se considera irreversible.
Esta fijación con la reiteración de las consultas fallidas es un notable rasgo del pensamiento nacionalista. Y un indicio claro de que, en efecto, su amor por la democracia tiene sus límites. En realidad sólo se apoya en ella cuando le da la razón. Ahí está si no Quebec, con un referéndum en el 80, otro en el 95 y un tercero ya anunciado. Y no debemos dudar de que si lo llegan a ganar no vuelven a convocar al pueblo a un nuevo ejercicio de democracia. Esto es lo mismo que sucedería en Cataluña fuere cual fuere el resultado de la hipotética consulta: una vez reconocido el sujeto decisor, el proceso se reiterará las veces necesarias para llegar al resultado querido. El ciudadano catalán debe pensar por ello que vote lo que vote, no hace sino poner su destino en una pendiente en la que cada consulta fallida realimentará los mecanismos nacionalistas del poder social para demandar otra.
La tercera trampa se oculta en la naturaleza misma del tipo de proceso que se propone. Porque el referéndum (o la consulta, o el plebiscito, etcétera) es el puro simplismo. Y en el simplismo solo caben cuestiones simples. Esto se ha dicho tanto que cansa ver una y otra vez cómo se apela a un mecanismo tan elemental para saldar cuestiones complejas y difíciles. Pero la añagaza es precisamente esa, porque al simplificar cuestiones complejas se cuelan de rondón en las consultas mercancías difíciles de vender a cara descubierta. La simplificación es en realidad un encubrimiento. La crisis económica actual se desencadena con el invento financiero de hacer un paquete con créditos hipotecarios de todo género, buenos, malos y peores, y vendérselo al incauto como un título unitario. Pues bien, las preguntas en paquete son como las hipotecas en paquete. El votante catalán debe saber que con el “sí” le van a endosar no pocos activos tóxicos de los que no se le había advertido. Seguramente también con el “no”. Porque ambas posiciones son puras simplificaciones de decisiones complejas que demandan matices, deliberaciones y balances delicados, cosas todas incompatibles con esas decisiones elementales y perentorias. Se sabe ya desde hace mucho que si fueran votadas separadamente las variadas cuestiones agazapadas en la pregunta de un referéndum, los resultados serían muy diferentes.
Esta votación puede llegar a trocar la fluida convivencia en un espeso tejido de recelos.
Y esa simplificación lleva a la cuarta trampa, quizás la más grave y peligrosa. Al centrarse en una opción binaria, “sí” o “no”, el referéndum va a producir unos efectos devastadores en la convivencia de Cataluña. Esto no es una observación alarmista. Se ha estudiado mucho en psicología social. Los posicionamientos excluyentes (“o esto o aquello”) tienden a ignorar las coincidencias, afinidades y simpatías entre los miembros del grupo. Por artificial que sea la posición en que uno se sitúa (o le sitúan), siempre tiende a crear involuntariamente un lazo más intenso con los de la misma posición y a debilitar el lazo con los demás. Los agrupamientos generan así actitudes más agresivas o competitivas entre las distintas posiciones.
Y si esa decisión binaria no es trivial sino que versa sobre una cuestión relevante para el grupo, la división social es irremediable. Los mejores teóricos del nacionalismo hablan de “fronteras interiores” para referirse a la percepción que tienen los nacionalistas de aquellos que no cumplen con los rasgos exigidos por el canon del buen patriota. En un referéndum esos rasgos se condensan violentamente: los otros son los que votan no. Esta operación de psicología colectiva, que se vive desde hace meses en Cataluña, genera fragmentación, fragmentación en los círculos cotidianos, en los lugares de trabajo, fragmentación hasta en las familias, es decir, fragmentación en la sociedad y desconfianza entre grupos y personas. Puede incluso llegar a generar una sorda aversión mutua entre ciudadanos. Es decir, puede llegar a trocar la fluida convivencia de Cataluña en un espeso tejido de recelos.
Como marco jurídico para afrontar cuestiones tan graves, el Parlamento de Cataluña ha engendrado una ley de consultas en la que, por zafarse de los límites legales vigentes, no contempla siquiera un censo serio de electores, suprime a los jueces de la administración electoral del proceso, y no establece delitos o faltas ni recursos judiciales contra las posibles irregularidades. Un texto, pues, ayuno de las más elementales garantías formales. Un paraíso para los ardores de la Asamblea Nacional de Cataluña. Cualquiera que sea el final de este irresponsable proceso, somos muchos los que creemos que los ciudadanos catalanes merecen algo más que esta burda ficción de democracia.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.