Ignacio Varela-El Confidencial

  • Elevar la extrema derecha a la condición de alternativa de poder, entregar todo el poder catalán a ERC y santificar a Bildu. Todo ello sin beneficio electoral para su partido, porque el PSOE sigue clavado en la melancólica franja del 25-27%

Primer episodio: Sánchez y Abascal

Pedro Sánchez conquistó la presidencia del Gobierno el 2 de junio de 2018. En aquel momento, la extrema derecha rugía en toda Europa. El Frente Nacional de Le Pen era el segundo partido de Francia (el primero, si consideramos que lo de Macron no podía considerarse propiamente un partido político), había aplastado a la derecha tradicional y disputado la segunda vuelta de las elecciones presidenciales con un 34% y 10,6 millones de votos. El UKIP británico puso la Unión Europa patas arriba impulsando y ganando el referéndum del Brexit. El día anterior a la toma de posesión de Sánchez, Matteo Salvini se hizo con el control efectivo del Gobierno italiano. 

Todo el mundo glosaba el hecho diferencial español. España sufrió la crisis económica con un destrozo social gigantesco, padeció una oleada de casos de corrupción, soportó una sublevación institucional en Cataluña, pero se mantuvo asombrosamente libre del virus de la extrema derecha xenófoba que asolaba Europa. El mapa político se fragmentó, aparecieron nuevos partidos como Podemos y Ciudadanos que aspiraban a sustituir al PSOE y PP, las fuerzas nacionalistas crecieron y se radicalizaron. Pero la extrema derecha siguió sin comparecer. Cuando Sánchez llegó al poder, ninguna encuesta estimaba más del 3% de votos para Vox.

Seis meses más tarde, en las elecciones de Andalucía, Vox emergió de forma explosiva: 11% del voto, 12 escaños en el Parlamento regional y un nuevo Gobierno dependiente de su apoyo. Eso, en el feudo histórico del Partido Socialista. Seis meses de Sánchez en la Moncloa, sustentado por un conglomerado de fuerzas destituyentes de la extrema izquierda populista y el nacionalismo insurreccional, provocaron lo que no habían conseguido la crisis, la corrupción ni el golpe de Cataluña. Aquel día cambió la política española. 

A partir de ahí, todo fue muy deprisa. Vox recibió 2,6 millones de votos en abril de 2019, obtuvo el máximo provecho de la insensatez de Sánchez y Rivera consiguiendo 52 diputados en la infausta repetición electoral de noviembre y, por el camino, se convirtió en la fuerza tuteladora de la mayoría de los gobiernos autonómicos y municipales del PP en toda España. Hoy es pieza imprescindible de la alternativa de poder y el partido de extrema derecha europeo con mayor probabilidad a corto plazo de convertirse en fuerza de gobierno.

Sánchez y Abascal se reconocieron desde el principio como aliados objetivos. Desde entonces, no han dejado de tirarse paredes e intercambiar guiños hasta constituir una sólida sociedad de auxilios mutuos. Cada paso del presidente hacia la consolidación del modelo Frankenstein es gasolina súper para Vox; y cada avance demoscópico del partido de la extrema derecha es la más consistente barrera protectora para el sanchismo: Vox es el espantajo que aterra a la izquierda y permite al PSOE retener el apoyo de mucha gente que, en otras circunstancias, se lo habría retirado hace tiempo. Ambos se benefician de la polarización y encuentran en el canibalismo de la política española su mejor nutriente. Se necesitan: Vox es feliz excitando al personal contra los desafueros de Sánchez y sus socios y Sánchez lo es agitando la amenaza de la ultraderecha. La mayor catástrofe para ambos sería una mayoría moderada que restableciera en España el espacio de la centralidad y, con él, un modelo civilizado de concertación política. 

Cuando arrancó el Observatorio Electoral de El Confidencial (15 de septiembre), Vox tenía una expectativa de 16,5% de votos y 56 escaños. Diez oleadas y cuatro meses más tarde, ya está en el 18% y 66 diputados. Se conoce su suelo electoral, pero no su techo. No habrá alternativa de poder en España sin contar con Vox, y esa es la mejor noticia posible para el poder actual, su único pasaporte a la salvación.

Segundo episodio: Sánchez y Junqueras

Después del golpe del 17, el presidente del Gobierno de España hizo todo lo que estaba en su mano —y fue mucho— por ayudar a Esquerra Republicana a hacerse con la hegemonía del nacionalismo y, sobre todo, con la presidencia de la Generalitat. Le puso en el Parlament un líder de la oposición completamente domesticado: si se rompe la sociedad con Puigdemont y la CUP, ahí acudirá Illa ofreciendo sus servicios. En el Congreso, lo convirtió en su aliado favorito. Gabriel Rufián ha pasado de ser un payaso que insultaba al ministro Borrell (ante la mirada impasible de su jefe) a ejercer como el diputado más influyente de la Cámara.

Ambos han conseguido su propósito: no se mueve una hoja de papel en Cataluña sin que ERC lo consienta, y no se aprueba una ley en el Congreso sin pasar por el control de calidad de Rufián. Aragonès repite que no volverán a tener una oportunidad como la que representa Sánchez en la Moncloa. 

Traducción demoscópica reciente: ERC inició el Observatorio Electoral con una estimación de 18,6% en Cataluña (elecciones generales). Desde entonces, ha subido cinco puntos: ya va por el 23,5% y 14 escaños. Está a 3.000 votos de rebasar al PSC en Barcelona. De vez en cuando enseña los dientes, pero ambos saben que es de mentira. Cuando los enseñe de verdad, será porque Junqueras habrá concluido que, para repetir lo que hicieron, siempre les vendrá mejor hacerlo contra Casado y Abascal que contra Pedro y Yolanda. Eso ocurrirá, pero aún queda mucho botín que extraer de la saca.

Tercer episodio: Sánchez y Otegi

Desde que Lastra y Simancas estamparon aquella firma infamante en un pacto bilateral que además han incumplido, el albacea político de ETA no cesa de ganar en respetabilidad, protagonismo y, sobre todo, utilidad. Otegi se ha propuesto demostrar que, a la hora de arrancar beneficios y privilegios en Madrid, votar Bildu puede ser tan útil o más como votar PNV. Para ello, ha encontrado el mejor aliado posible: el presidente del Gobierno de España. En el horizonte, Ajuria Enea y el Gobierno de Navarra, quién sabe si con la connivencia del PSOE (favor con favor se paga).

En septiembre, Bildu tenía una estimación de voto de 19,3% en el País Vasco y del 18,5% en Navarra. En esta última oleada, presenta una estimación del 22,5% en Euskadi y del 22,2% en Navarra. Es primer partido en Guipúzcoa. Su trayectoria es invariablemente ascendente, y se ha acelerado desde que se integró con todos los honores en la mayoría gubernamental. Hoy estaría ya en condiciones de obtener tantos escaños en el Congreso como el PNV: seis para cada uno. 

Elevar la extrema derecha a la condición de alternativa de poder, entregar todo el poder catalán a ERC y santificar a Bildu. Todo ello sin beneficio electoral para su partido, porque el PSOE sigue clavado en la melancólica franja del 25-27%. Ello hace casi imposible la investidura de Sánchez, pero también la de Casado. Un ‘no es no’ garantizado en ambas direcciones: con eso basta, de momento. 

Moraleja: cuidar siempre a los enemigos predilectos y a los amigos favoritos, sin reparar demasiado en el carné de identidad de unos y otros.