La galerna del tiempo

Ignacio Camacho-ABC

  • Memorias de niñez en blanco y negro, sueños de galopes por la banda del patio del colegio. La leyenda de Paco Gento

Paco Gento era el ídolo que imaginabas ser cuando corrías por la banda del patio del colegio. El del golpe seco de empeine que imitabas para estrellar la pelota de goma contra los maceteros de la vieja casa de tu pueblo. El que acaparó tu mirada inaugural cuando tu padre te llevó a ver a Di Stéfano -banco de pista se llamaban las localidades más cercanas al terreno de juego- y no paraste de fijarte en aquel bajito que jugaba de extremo izquierdo y al galopar levantaba briznas de césped como esquirlas del suelo. Los años de gloria europea te habían pillado demasiado pequeño y apenas te alcanzó a ver la final de Bruselas o la noche amarga del Manchester en el Bernabéu, la de la exhibición aplastante con que Bobby Charlton se erigió en contrafigura invencible del ya ausente Alfredo. Has buscado el partido en Youtube para revisitar la carrera de Gento que abrió la esperanza en el primer tiempo y allí estaba, intacta al otro lado de la bruma de recuerdos donde reposan las cenizas de una niñez en blanco y negro, meriendas de pan y chocolate, gol en La Romareda por la radio, el As los martes, balonazos en la calle, marionetas de Herta Frankel tras la clase de francés por la tarde y a la cama antes de que salieran los dos rombos de ‘Los intocables’. Dónde habrán ido a parar aquellos álbumes en los que siempre te faltaba el cromo de un tal Miralles.

La muerte de la veterana leyenda funciona como la magdalena proustiana que activa de repente los circuitos de la memoria. Una selfie que le pediste hace pocos años en un hotel de Lisboa aflora el caudal de detalles escondidos entre las páginas de un imaginario cuaderno de notas y de imágenes borrosas rescatadas ahora con la zozobra de quien contempla una colección de sombras. El escudito del equipo -entonces aún no se llamaba pin- en la solapa del jersey azul oscuro. El recreo de los lunes en el instituto comentando con los demás chavales los resultados de la jornada de fútbol. El marcador simultáneo Dardo, el cemento frío del estadio, las almohadillas a duro, los farias que envolvían la grada en nubes de humo, la impresión del verde refulgente bajo los focos en el primer partido nocturno. La euforia del público enardecido ante el bólido zurdo que llevaba en el brazo los galones de capitán de los tuyos. El cine te deslumbraba, te enseñaba poses y gestos y te paseaba por universos quiméricos, los libros te descifraban misterios y los secretos del amor que aún te quedaban lejos pero el fútbol te agitaba emociones con la intensidad de un aliento épico. El símbolo de esa pasión inocente que alimentaba tus sueños llevaba en la espalda el número once, le decían ‘La Galerna’ y se llamaba Gento. Y hoy sabes reconocer la clase de desasosiego con que su desaparición te remueve por dentro: es la certeza de tu propia infancia arrastrada por el inclemente, devastador, inhóspito vendaval del tiempo.