- Vean los terribles aprietos por los que pasa este ciudadano medio que podría ser cualquiera de nosotros
El señor Juan Español es un españolito más, ni peor ni mejor que el resto, ni más vago ni más trabajador, ni más listo ni más tonto. Su biografía apenas da para un telegrama. Hijo de familia numerosa, se casó al volver del servicio militar con una vecina, la Puri, y se fueron a vivir a un barrio de la periferia. Trabajó desde los catorce años en un almacén de embutidos y fue subiendo, subiendo, hasta que, tras algunos años y ahorrando como locos él y su mujer consiguieron establecerse por cuenta propia. «Jamones y chacinas selectas Español» reza el enorme cartel que preside la entrada de su local. Ha tenido dos hijos, tres hipotecas, una quiebra, una neumonía y varios gatos sin distinguirse jamás en nada.
Pero don Juan anda hecho polvo, él, que solía entrar en el bar con voz de imperio, gritando «Niño, una cervecita y una de aceitunas». Ahí lo tienen, en un rincón, mesándose los cabellos delante de un poleo menta. Todo empezó cuando su hija, bautizada Purificación como la madre, les dijo que hicieran el favor de llamarla Genaro los días pares y Bella Lulú los impares, porque se había autodeterminado en la cosa del género. Para acabar de complicarlo, cuando era Genaro mantenía un relación poliamorosa con otra chica que se sentía chico pero quería, en el fondo, ser un tren mercancías y mantenía a su vez sexo con dos inspectores de la compañía del gas y un contable municipal. Don Juan no paraba de tomar notas porque se perdía. Le parecía estupendo que su hija fuese lo que quisiera, pero con mayor claridad, porque no había ni Dios que se aclarase. A todo eso, la niña, que ya tenía sus buenos veinte años, ni trabajaba ni estudiaba. Lo complicado era cuando tocaba poliamor, porque la casa era chica y no cabían todos.
Si alguien cree que lo aquí descrito es fantasía o exageración, que salga a la calle y pregunte. Hay quien tiene hijos que, en lugar de darles por el ukelele, les da por tocar el tambor en plan batucada
Con el hijo las cosas estaban más claras. Juanito, como se llamaba, les comunicó a los catorce años que no pensaba trabajar porque él era un artista, y desde entonces se pasaba los días componiendo canciones horribles con un ukelele que en mala hora le regalaron de pequeño. Era un ideólogo que no paraba de reivindicar cosas. Ante todo, nada de gatos en casa, esclavitud animal; en la mesa, ninguna chacina porque es explotación del cerdo en macrogranjas que atenta contra la Pachamama; ni un geranio en el balcón, todos los tiestos sembrados de marihuana. Su actividad, cuando abandonaba el ukelele, consistía en ir a manifestaciones en favor de causas el mejillón salvaje, la sexualidad libre de la cabra hispánica o abonar los campos a base de flatulencias de fabadas.
Cuando don Juan creía que nada podía ir a peor, su señora, la Puri, un malhadado día se apuntó a clases de zumba con un tremendo mulato que, efectivamente, se la zumbó, abandonado a su esposo, la hija multigénero, el hijo ecologista y, ya de paso, tres inspecciones fiscales porque el pobre don Juan no gana para pagar la barbaridad de impuestos que le exige inmisericorde el estado. Como sea que sus hijos cobran paguitas por esto o por aquello y su ex esposa ya se lleva lo suyo, está nuestro pobre hombre haciendo cábalas a ver de dónde saca para no acabar con sus huesos en la cárcel. Un amigo suyo le ha aconsejado que los envíe a freír espárragos a todos, se fugue con lo que le quede de dinero y allá películas. Pero es que el bueno de Juan, para su mayor desgracia, además es honrado.
Y si alguien cree que lo aquí descrito es fantasía o exageración, que salga a la calle y pregunte. Se llevará una sorpresa al comprobar cuántos compatriotas están en circunstancias similares o peores. Hay quien tiene hijos que, en lugar de darles por el ukelele, les da por tocar el tambor en plan batucada.