José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Benedicto XVI se ha ido a la tumba con silencios sobre hechos convulsivos, con una gran obra teológica y pastoral y con la demostración de que su renuncia ha quedado sin una explicación para la historia
Peter Seewald es un periodista de 68 años, alemán, que en su juventud militó activamente en la izquierda. Su vida cambió cuando entró en conversaciones profundas con Joseph Ratzinger, al que conoció en el ejercicio de su profesión. Seewald ha sido el confesor laico del papa fallecido, el hombre que le planteó todas las preguntas, hasta las más incómodas y el que, a través de dos monumentales entrevistas, reflejadas en dos libros, descubre la personalidad de uno de los teólogos más importantes de nuestro tiempo y al hombre que tuvo la valentía de renunciar al pontificado después de que lo hiciera en 1294 su predecesor, el papa Celestino.
Peter Seewald un alemán de Baviera, fue director de Der Spiegel entre 1981 y 1987, luego colaborador de Stern, dedicándose después a un periodismo freelance en el que se dio de bruces con la extraordinaria personalidad de Benedicto XVI, ya arzobispo de Múnich y Frisinga. Ratzinger se comporta en esas entrevistas con su amigo periodista con una apertura personal y espiritual que sugiere que el papa emérito entendía la comunicación como exigencia en su tiempo. Cuando Benedicto XVI se siente en el camino de la muerte, vuelve a mantener una larga conversación con Seewald, después haber otra, extensa (Luz del mundo). Es en 2016, en el monasterio interior del Vaticano, Mater Ecclesiae, en donde el papa vive en un aislamiento deseado y disfrutado. Ya sin visión alguna en uno de sus ojos y con un marcapasos que le limita de forma condicionante.
La renuncia
Benedicto XVI. Últimas conversaciones (editorial Mensajero. 2016) es imprescindible para indagar en la compleja personalidad de Joseph Ratzinger cuando su vida se va apagando y ya medita sobre su muerte. Le dice a su interlocutor: «le pediré a Dios que sea indulgente con mi insignificancia» y confiesa que tiene miedo a morir porque «por mucha confianza que tenga en que el buen Dios no puede rechazarme, cuanto más cerca estoy de su rostro, más fuertemente me percato de cuántas cosas he hecho mal». Ratzinger fue un hombre de una mala salud de hierro porque superó, primero en su infancia y luego en su juventud, afecciones diversas. Confiesa a Seewald que comenzó a pensar en su renuncia en el verano de 2012. «¿Estaba usted atravesando una depresión?», le pregunta el periodista: «Una depresión, no, pero es cierto que no me encontraba bien y vi que el viaje a México y Cuba me había cansado mucho. Además, el médico me había dicho que no debía hacer ya más viajes trasatlánticos». Intentó retrasar la decisión, cuenta, hasta 2014 pero «cobré conciencia de que no tenía fuerzas».
Por eso, el 11 de febrero de 2013, ante un consistorio de setenta cardenales, en latín, un idioma que Ratzinger dominaba de manera absoluta y que consideraba necesario utilizar «para las cosas importantes», comunica su renuncia que se hace efectiva el 28 de ese mismo mes. Solo cuatro personas —no identificadas— conocían su propósito de abandonar el papado. El texto en el que explicaba su renuncia lo escribió 14 días antes de hacerla pública y nunca tuvo miedo de ser disuadido de su decisión, que justificó en la mengua de sus fuerzas: «Si se quiere desempeñar adecuadamente la tarea, está claro que cuando uno no tiene ya la capacidad suficiente, lo pertinente es —al menos para mí, otro puede verlo de manera distinta— dejar libre la sede pontificia».
Pero ¿es creíble que fueran razones de salud las que justificaron su renuncia? Seewald no termina de creerlo y acosa a Ratzinger con más preguntas. «Yo no era un problema para la Iglesia», dice. Niega que el Vatileaks y el informe de 300 páginas que elaboró la comisión para aclararlo fueran causas para dejar el pontificado: «No cedí a ninguna presión ni tampoco hui por incapacidad de manejar ya estas cosas». Pero ¿no hubo conspiración o chantaje? El papa vuelve a negarlo: «Todo eso es enteramente absurdo», afirma con contundencia. Y reitera: «Todos los días veo que fue [la renuncia] la decisión correcta». Y añade, cerrado en banda, «uno nunca debe irse si se trata de una huida. Nunca se debe ceder a presiones. Uno solo puede marcharse cuando nadie lo exige. Y a mí no me lo exigió. Nadie. Fue una sorpresa absoluta».
Es, sin embargo, inevitable dudar seriamente de que solo fuesen razones de salud las que llevaron a un hombre con voluntad de hierro que se presentaba a sí mismo como frágil —»mi voz es débil, lo sé»—, que un arzobispo de Múnich y Frisinga, una diócesis difícil, el prefecto para la Doctrina de Fe entre 1982 y 2005 y desde 2002 hasta su elección en el cónclave de 2005, decano del colegio cardenalicio, decidiese recluirse en un monasterio del Vaticano solo por mala salud. Ayer, Benedicto XVI se llevó con su muerte, su versión cierta sobre la fuga de documentos en 2012 —precisamente, un año antes de su renuncia— que acreditarían corrupciones, chantajes y coacciones, relaciones homosexuales y «suciedad» (sic) en la Ciudad del Vaticano. No aclaró nunca lo que se denomino Vatileaks.
La ‘suciedad’ en la Santa Sede
Benedicto XVI no negó ni el llamado lobby gay en la Santa Sede que desmanteló —confiesa abiertamente su existencia a Peter Seewald— ni la pederastia, un mal que combatió durante el pontificado de Juan Pablo II, modificando normas penales canónicas y reduciendo al laicado hasta 400 sacerdotes estadounidenses. Pero para un hombre de su integridad, la enorme dimensión de aquellos descubrimientos debió resultarle inasumible. Más aún cuando su trayectoria había sido impoluta y tuvo que defenderla con una enorme convicción: jamás aceptó la connivencia de la Iglesia con el nazismo —ni la suya ni la de su familia—, nunca rehuyó la interlocución y el debate teológico con los colegas progresistas, siendo como fue él uno de ellos durante el Concilio Vaticano II. Un papa que explicó con humildad que su madre era hija «ilegítima», que tuvo, bien el desliz, bien la entereza, de protagonizar en Ratisbona un sonado discurso crítico sobre el islam que puso en duda su voluntad ecuménica. En definitiva, un hombre con un carácter de su envergadura para hacer frente a las dificultades y acostumbrado al debate intelectual, ¿dejaba el pontificado, en una decisión sin precedente en la modernidad, solo por su mala salud que, a partir de cierta edad ha sido común en todos sus predecesores, especialmente Juan Pablo II, que expiró derrotado por enfermedades paralizantes y dolorosas? No, definitivamente no es creíble.
El sucesor
Benedicto XVI ha sido vecino de Francisco desde que renunció al pontificado. No se conoce ninguna interferencia o intromisión suya durante este tiempo de cohabitación. Tampoco ha habido una teoría eclesiástica y canónica sobre la existencia de dos papas, uno abdicado, pero sin perder su condición, y el vigente. Pero, Ratzinger desliza opiniones algo equívocas sobre su sucesor. ¿Esperaba que el cardenal argentino fuera el elegido en el cónclave? «No alguien en concreto, pero sí otra persona», le contesta a Seewald y añade: «no pensaba que él [Francisco] se encontrara entre los principales candidatos» y, aunque reconoce que en el cónclave que le eligió a él en 2005 en 26 horas y solo cuatro votaciones sonó el nombre de Jorge Mario Bergoglio, Benedicto XVI reconoce que «ya pensaba que eso pertenecía al pasado. Ya no se oía hablar de él». Pero, después de la sorpresa, Ratzinger dice mostrarse «feliz» y reconoce admirar la cercanía de Francisco con la gente al tiempo que se autocritica: «Quizás yo no haya estado suficientemente con las personas». Francisco, dice, no le consulta («no existe motivo para ello», dice) pero diluye la reticencia que pudiera haberse creado con unas frases inequívocas: «En la Iglesia hay una nueva frescura, una nueva alegría, un nuevo carisma que llega las personas; y todo eso es, sin duda, hermoso».
El papa intelectual, pero sin perspicacia
Benedicto XVI, como profesor, como teólogo y como docente, fue un hombre adelantado a su tiempo, bien lejano a esa figura tradicionalista y pétrea con la que fue presentado por sus adversarios y que se labró en la prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe que le encomendó Juan Pablo II. Fue un amante de la música —de Bach, concretamente—, de la pintura —con preferencia, Rembrandt y Vermeer— y encontró en el humor una faceta diferente de los hombres. Su eclosión teológica se produjo durante el Concilio Vaticano II en donde coincidió con Hans Küng, al que conoció en 1957 y al que el papa tenía en alta consideración a pesar de su distanciadas tesis y percepciones.
Lo cierto es que Benedicto XVI pasa por haber sido un pontífice conservador, fuertemente inclinado a las prácticas —entre ellas la litúrgica— tradicionales que le habrían llevado a restaurar la misa tridentina y rehabilitar a los obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pio X —los lefebvrianos— con el affaire del prelado Richard Williamson que llegó a negar el Holocausto. Benedicto XVI se defiende cuando el periodista le señala que aquella decisión rehabilitadora de los cismáticos fue «un punto de inflexión en el pontificado». «Desencadenó —contestó el papa— una enorme batalla propagandística contra mí. Mis adversarios tenían por fin argumentos para decir: este no sirve, no es la persona idónea para el cargo. En ese sentido fue un período de oscuridad, un tiempo difícil».
Joseph Ratzinger llega a asumir que él no es un buen conocedor de las personas, quizás una de sus carencias más llamativas y menos comprensibles en una inteligencia aguda como la suya. De esa falta de perspicacia le llegaron graves disgustos, malas decisiones e imprevisiones que mellaron su pontificado. Hablando con Seewald acerca de las muchas personalidades que conoció se refiere a Putin con las siguientes palabras: «Hablamos en alemán, porque lo domina perfectamente. No profundizamos mucho, pero creo que él —un hombre ávido de poder, por supuesto— está de algún modo convencido de la necesidad de la fe. Es un realista. Ve cómo está sufriendo Rusia a causa del desmoronamiento de la moral. También como patriota, como alguien que quiere volver a hacer de Rusia una gran potencia, ve que la destrucción del cristianismo amenaza con arruinar a Rusia. El ser humano necesita a Dios: eso lo percibe él con toda claridad y a buen seguro también está convencido de ello en su interior. Recientemente cuando entregó al papa [Francisco] el icono, incluso primero se hizo la señal de la cruz y luego besó la imagen». El líder ruso es irreconocible en esas palabras del papa fallecido.
Su obra y su autoevaluación
Durante sus ocho años de pontificado, Benedicto XVI promulgó trece cartas apostólicas, 116 constituciones apostólicas y 144 cartas apostólicas, decenas de cartas públicas y tres encíclicas. Pero nada más espectacular desde el punto de vista teológico y literario que los tres tomos sobre Jesús de Nazaret que de los que se vendieron millones de ejemplares, se tradujeron a más de quince lenguas y se distribuyeron en más de setenta países. Buena parte de la obra la elaboró siendo ya papa, encontrando, inexplicablemente, un tiempo precioso para simultanear el gobierno de la Iglesia con una obra considerada magna y definitiva en el recorrido terrenal de Jesús. Sin duda su mejor obra, la que será recordada con más espiritualidad y convicción de fe.
Él ha muerto en paz, pero nos ha dejado muchas incertidumbres e inquietudes
Peter Seewald, sin circunloquios, ya hacia el final de su conversación le pregunta si ha sido un reformador, un conservador o, como opinan sus críticos, un fracasado. Y Ratzinger contesta con una síntesis admirable: «No puedo verme como un fracasado. Desempeñé el ministerio petrino ocho años. En este tiempo hubo muchas situaciones difíciles, si se piensa, por ejemplo, en los escándalos de pedofilia, en el estúpido caso Williamson o en los Vatileaks. Pero en conjunto fue también un período de tiempo en el que numerosas personas reencontraron el camino hacia la fe y existió un gran movimiento positivo».
Cuando ya la entrevista va concluyendo, el papa, a la pregunta sobre qué pondría en su lápida contesta: «Creo que nada. Solo el nombre». El periodista le recuerda su lema episcopal: «Colaborador de la verdad». Y Ratzinger duda: «Diría que, si ya es mi lema, también puede figurar en mi lápida». Lo comprobaremos el próximo día 5 en la Ciudad del Vaticano, en esa cripta llena de misterio y de secretos de sus predecesores, a los que Benedicto añadirá los suyos, que son graves y grandes. Por eso, la historia más difícil y especulativa de todas es la de la Iglesia católica. Joseph Ratzinger ha contribuido a que la nebulosa de su propia trayectoria como pontífice haga más densa la niebla sobre acontecimientos convulsivos en la Santa Sede. Él ha muerto en paz, pero nos ha dejado muchas incertidumbres e inquietudes.