Harvard ha nombrado como nuevo sacerdote de la universidad a Greg Epstein, un ateo. El profesor de Derecho Robert P. George, católico, se ha felicitado por ello. «Por fin Harvard reconoce que el progresismo es una religión y, desde todos los puntos de vista, la religión oficial de la universidad».
El nuevo sacerdote de Harvard, de 44 años, defiende el humanismo secular. «Una filosofía que se centra en la relación entre las personas en vez de en la relación de esas personas con dios«. Greg Epstein cree que existen religiones sin divinidad y en esa confusión va a gastar los próximos años de su vida.
Aunque puede que Epstein no esté tan confusionado como parece.
Epstein es conocido entre los alumnos (y las alumnas) con el apodo de padrino, que es el primer paso hacia el estatuto de brahmán y desde ahí al de dios. A fin de cuentas, si la relación con dios no importa y todo se apaña a nivel terrenal «entre las personas», como en un Tinder de la espiritualidad, ¿por qué no convertirte tú mismo en el dios de tus acólitos?
Y es que si la especie humana está programada evolutivamente para creer y para adorar a un ente superior, sólo hace falta eliminar de la ecuación a ese ente superior para que todo ese potencial adorativo recale en un tercero. Es decir, en ti. ¡Que no se derroche una sola gota de veneración!
Epstein, en fin, ha llegado a la misma conclusión a la que llegó el socialismo tras su derrumbe histórico en 1989: el muerto al hoyo y el vivo, al dogma.
Otras opciones con potencial para convertirte en el receptáculo de todo esa electricidad espiritual de los alumnos (y las alumnas) son las de profesor de yoga, cantautor concienciado, aliado feminista y filósofo estructuralista. Pero el puesto de sacerdote de Harvard no sólo está mejor remunerado que todas ellas, sino que permite un amplio margen de acción en la gestión de las 20 religiones que existen en la universidad.
[¿Y quién en su sano juicio rechazaría la posibilidad de convertirse en el Hugh Hefner de esa Mansión Playboy de la espiritualidad que es una universidad con 20 religiones?].
Pero el que ha hilado fino aquí es Robert P. George, el católico del primer párrafo.
Porque lo cierto es que no existen diferencias de relevancia entre la fe en la Santísima Trinidad y la creencia en dogmas como el de la existencia de géneros distintos del sexo biológico, el de la interseccionalidad, el del heteropatriarcado o el de esa multiculturalidad que se interpreta como disponibilidad de una amplia oferta de restaurantes de comida exótica en Malasaña y no como lo que es en realidad: distintas opiniones (incompatibles entre sí) acerca de qué grado de violencia es aceptable para la imposición de tus valores del siglo VII a los ciudadanos del siglo XXI.
El progresismo, ya saben, juzga las nuevas religiones (laicas o no) por la mejor de sus promesas. Yo, de natural precavido, las juzgo por el peor de sus resultados.
Es llamativo, por cierto, que la generación que ha popularizado la idea de que todo es cultural aplique la tesis sin ton ni son en todos esos terrenos en los que la genética manda (los juguetes infantiles o las distintas preferencias profesionales de hombres y mujeres, por ejemplo), pero la obvie en aquellos en los que la cultura lleva claramente la batuta (violencia contra el colectivo LGB, por ejemplo).
Pero ellos sabrán qué grado de violencia están dispuestos a soportar hasta que su disonancia cognitiva se desprenda por sí sola, como una costra reseca, de ese paquete de prejuicios ideológicos que les ha sido inoculado, sobre todo, en las universidades.
La Ley Castells de universidades, que será convenientemente cepillada por el PSOE de sus detalles más rocambolescos, pero no de todos ellos, ha llegado para acabar de forma definitiva con cualquier aspiración de excelencia que le pudiera quedar a esa institución antes conocida como universidad.
Esa excelencia era ya inexistente en las carreras de letras, convertidas en un aparcadero de carne de cañón juvenil sin mayor objetivo vital y profesional que la precariedad laboral y el fanatismo ideológico. Pero acabará llegando a unas carreras de ciencias en las que hasta las matemáticas, abstractas, racionalistas, lógicas y ajenas al grumo de las ideologías, han acabado infectadas por el sectarismo político. Es decir, por la religión.
Un dato. Ni una sola universidad española figura entre las 150 mejores del mundo de la lista de Shangái. Sólo doce de ellas aparecen entre las 500 mejores.
Frente a ese escenario dantesco, agravado por la evidencia de que entre esas universidades españolas que sí aparecen en la lista están algunas de las peores madrasas nacionalistas catalanas, la respuesta del Gobierno ha consistido en ahondar en la degradación de las universidades españolas, convertirlas en escenario de la batalla cultural de la izquierda contra las instituciones democráticas y asfixiar a las universidades privadas. Probablemente para impedir que los hijos de la clase media se refugien en masa en ellas tras huir de la decadencia de las públicas.
Otro dato. 800.000 de los mejores estudiantes chinos, escogidos de acuerdo con un criterio meritocrático estricto, estudian hoy en las mejores universidades del planeta. 300.000 de ellos lo hacen en los Estados Unidos. ¿Cuántos de esos 800.000 han escogido universidades españolas?
En 2014, el presidente chino envió a su única hija a estudiar a la mejor universidad del mundo por aquel entonces, la de Harvard. Podría haber escogido la universidad de Tsinghua, perteneciente a la llamada Liga C9 de los mejores centros chinos, pero Xi Jinping prefirió Harvard. ¿Un reconocimiento de la superioridad del sistema educativo occidental? Más bien un «rescatemos del naufragio aquello a lo que Occidente está renunciando: la excelencia intelectual que les convirtió en un imperio».
Hoy, sólo ocho años después, la Universidad de Tsinghua es ya la mejor del mundo en el terreno de la Ingeniería y las Ciencias Informáticas, muy por delante del Massachusetts Institute of Technology, el famoso MIT. ¿Qué es lo que no han copiado las universidades chinas de las occidentales? Las cuotas raciales, las comisiones de género, la memoria democrática, la censura de contenidos, los espacios seguros, la sumisión a las neurosis ideológicas de los estudiantes y los sacerdotes ateos.
¿Tienen ustedes hijos? Que vayan aprendiendo chino. Les hará falta hasta para servir cafés a sus nuevos amos en las cafeterías de las mejores universidades del nuevo mundo. Es decir, las chinas.