Ignacio Camacho, ABC, 7/3/12
La resistencia de las autonomías a reducir déficit es un insulto a la España real que lleva tres años ajustándose
QUE se lo digan a la gente a la cara. Que salgan a cualquiera de esas televisiones que manejan a su mayor gloria y mirando a la cámara expliquen a los ciudadanos que ellos, los presidentes de las autonomías, no saben o no pueden recortar más el déficit. Que entre diecisiete presupuestos comunitarios no es posible ahorrar quince mil millones. Que convenzan, si pueden, a los empresarios que ajustan al límite plantillas y costes, a los autónomos que han adelgazado hasta la anorexia sus negocios, a las familias que hacen malabarismos contables para seguir pagando las hipotecas y la luz, a los parados que malviven con 450 euros al mes. Que los usuarios del mayor parque móvil de Europa le cuenten a esa España peatonal a la que han subido los impuestos que no tienen margen para limar el gasto.
Todo el país lleva tres años ajustándose. La crisis ha generado, a la fuerza, un nuevo y más estricto concepto de lo imprescindible en las economías domésticas y en las industriales. Pero la Administración vive en otra lógica, habla otro lenguaje. Después de haber crecido de forma exponencial ha dado en considerarse a sí misma imprescindible como un bien de Estado, como una vaca sagrada, y no halla modo razonable de ponerse a dieta. A esa nomenclatura de mentalidad autista todo gasto le parece esencial y ahorrar dinero de los contribuyentes se le antoja un acto sacrílego. Y para mantener su hipertrofiada estructura ha encontrado el blindaje de un mantra político: la educación y la sanidad son intangibles. Como si esos servicios fueran las únicas partidas —en absoluto ajenas, por cierto, al despilfarro derivado de pésimos métodos de gestión— en las que se va un presupuesto sobredimensionado que nunca, ni siquiera en la época de prosperidad, ha cuadrado los ingresos con los gastos.
La resistencia unánime de las autonomías contra la necesidad de reducir sus déficits constituye un insulto a la inteligencia de los ciudadanos. Cualquier ama de casa sabe sobrevivir al encogimiento de la cuenta corriente. Simplemente, se trata de vivir con austeridad y adaptarse al sacrificio, dos conceptos a los que la dirigencia pública no acaba de acostumbrarse porque vive instalada en la idea de su imprescindibilidad y porque entiende la política como un mecanismo clientelar que presta servicios para recaudar votos. La idea de reducir el elefantiásico tamaño de las administraciones autonómicas le produce pánico porque le va a disminuir la clientela. Y por eso le cuesta suprimir organismos superfluos o redundantes, cerrar empresas ruinosas, revocar subvenciones, reorganizar estructuras o limitar deudas y créditos. No podemos ahorrar más, estamos al límite, gimotean los virreyes que jamás encontraron suficientes sus antiguos dispendios. Que se lo expliquen a la cara a la España real que ha hecho de la cuarta semana de cada mes un milagro de supervivencia.
Ignacio Camacho, ABC, 7/3/12