Las ventajas del absurdo

ANTONIO ELORZA, EL CORREO 20/02/14

Antonio Elorza
Antonio Elorza

· En el proyecto de reconciliación diseñado por Jonan Fernández, los nacionalistas se reencuentran, navegando en un mar de palabras engañosas.

En principio, las cosas debieran estar claras. Después de medio siglo de actividad terrorista de ETA, la actuación conjunta de las instituciones del Estado de Derecho y la colaboración policial con Francia han dado lugar al reconocimiento implícito de su fracaso por parte de la misma ETA, anunciando el «cese definitivo» de la «lucha armada». Ello hubiera debido ser el prólogo para un proceso de dos fases articuladas, en cuyo curso la organización anunciase su desarme y luego su disolución. La ‘paz’ había llegado de hecho desde lo primero.

Era momento también de hacer balance por parte de los partidos democráticos, desde el PNV al PP, reconociendo la responsabilidad prioritaria e inexcusable de ETA en el daño causado por la acción terrorista en la sociedad vasca y en el conjunto de España. Sin olvidar, y al mismo tiempo sin equiparar, las graves vulneraciones de derechos humanos registradas en la acción antiterrorista. Visto el fracaso de su estrategia de internacionalización de su agonía, ETA contaba con la baza del éxito político de su antigua filial y era consciente de que su fin abría una perspectiva de cambio radical para sus presos. Y en cuanto a las víctimas del terrorismo, el dolor irreparable encontraría la satisfacción de que el derecho se había cumplido y que la derrota del terror era total.

Pasados más de dos años desde octubre de 2011, esa previsión falla en parte. ETA sigue inactiva y no comete atentados, si bien no se disuelve, en tanto que el previsto desarme prueba el acierto de la política de no hacer concesiones, forzando a ETA a asumir el fracaso de sus expectativas. Sigue ahí como la estatua del comendador en el ‘Tenorio’, inmóvil pero locuaz, contemplando un paisaje donde los comentaristas del ‘wishful thinking’ ven en cada uno de sus ‘gestos’, y en los de presos y Sortu/Bildu, el indicio de sus buenas intenciones, para de paso censurar el ‘inmovilismo’ del Gobierno, quien juiciosamente en este caso sostiene la idea de que si ETA no se disuelve es que ETA sigue existiendo, encerrada por voluntad propia en un callejón sin salida.

El desarme lo probaría. Entre tanto, con los papeles invertidos, Sortu/Bildu prefiere no quebrar el cordón umbilical y aferrarse a la utilísima teoría del ‘conflicto’, a partir de la cual, por muchas miniconcesiones que se hagan en el lenguaje, la equidistancia preside la estimación de los costes de ‘la violencia’. A ello se suma el factor de desequilibrio introducido para consumo interno por la consideración de que los etarras eran patriotas, ejemplares luchadores por la libertad vasca.

Es claro que semejante tinglado no hubiera sobrevivido a la derrota de ETA sin la asunción por parte del PNV de sus proposiciones fundamentales, más allá de la cláusula de cautela siempre introducida, de que no aceptan ni aceptaron el terrorismo de la banda. En realidad, la línea política a que se ajustan Urkullu, su Gobierno y su partido en el presente supone una actualización de la que prevaleciera durante amplios períodos en el curso de los años de plomo: lamento por la víctima del atentado, distanciamiento de la táctica terrorista, pero de inmediato traslado de la responsabilidad política a un Gobierno de Madrid que se negaba a la negociación con quienes en el fondo eran la expresión, ciertamente indeseable, de un ‘conflicto’ esencial (palabra mágica, el mantra compartido por los dos nacionalismos).

A estas alturas, el complejo nacionalista sigue ignorando en su discurso que la derrota de ETA se debió a esa coherente actuación judicial y policial que el PNV desestimó siempre. La victoria habría correspondido a la propia sociedad vasca, punto en que el PSE coincide, confundiendo de modo deliberado la circunstancia de que la mayoría de los vascos desearan el fin de ‘la violencia’ con el hecho de su movilización contra la misma. Semejante opinión fue un factor complementario, eficaz solo cuando después de 2007 la nueva ofensiva etarra se vio sofocada. Pero el que ese dictamen sea erróneo no le resta operatividad. Por encima de la distinción entre verdugos y víctimas, en el proyecto de reconciliación diseñado por Jonan Fernández, los nacionalistas se reencuentran, navegando en un mar de palabras deliberadamente engañosas.

Al lado del ‘conflicto’ figura ‘la paz’, la cual no habría llegado con el fin del terror, sino que aún es un objetivo a alcanzar, contra el cual interviene como ‘obstáculo’ la negativa de Madrid a modificar la política penitenciaria. ‘Paz’ en este sentido, es reconciliación entre los vascos, fundada sobre la equiparación de las víctimas, y más aun sobre la extinción de las responsabilidades penales de los etarras. Es una ‘pax sabinica’. Absurda en términos históricos y éticos, pero del todo ajustada a las expectativas de una clientela electoral que ante todo ansía ‘pasar página’.

Goza además del aval religioso. Ahí están las tajantes declaraciones del obispo emérito Uriarte, siempre fiel –tal vez por una formación psicológica en sus años de juventud enlaza con López Ibor– a la voluntad de conjugar la pretensión de objetividad, de ponderación, con descalificaciones rotundas dirigidas hacia aquel que no comparte sus posiciones. La reconciliación supone igual peso y medida para todas las víctimas, de ETA y del Estado, e ignorar el derecho exigiendo la liberación de un condenado (Otegi) y el cambio en la política penitenciaria. Juez sagrado y parte.

El desconcierto en el campo no-nacionalista responde lógicamente a esa hegemonía alcanzada por un mundo político donde se integran los herederos del terror. El PSE busca sin eco una vía media y el Gobierno y el PP tropiezan con el desgarramiento que inevitablemente experimentan las víctimas. Cohesión abertzale, fracturas en las asociaciones de víctimas y entre estas y el Gobierno. La derrota ‘militar’ tiene como contrapunto una victoria política.

ANTONIO ELORZA, EL CORREO 20/02/14