EL MUNDO – 06/06/15 – EDITORIAL
· Eran las palabras que las víctimas de ETA deberían haber escuchado hace mucho tiempo. Ayer el lehendakari Iñigo Urkullu tuvo el valor de pronunciarlas en unas jornadas en San Sebastián. Urkullu pidió «perdón» por «la desatención institucional» a las víctimas del terrorismo desde «un sincero sentimiento autocrítico».
«Nos ha faltado inteligencia emocional para transmitir lo que más íntimamente sentíamos: la personalización del afecto hacia cada víctima de la injusticia. Debíamos haber expresado más y mejor lo que más profundamente nos unía: la solidaridad frente a la barbarie», afirmó Urkullu.
Difícilmente se puede decir con más acierto lo que han sufrido las familias de los centenares de asesinados por ETA, que, al dolor de la pérdida de un ser querido, tenían que sumar el repudio de un sector de la población vasca. Desde mediados de los años 70 hasta avanzados los 90, las víctimas eran enterradas en ceremonias casi clandestinas por temor al entorno de la banda, que tenía el control de la calle y atemorizaba a la población.
Los sucesivos Gobiernos del PNV –presididos por Garaikoetxea, Ardanza e Ibarretxe– miraron para otro lado y, mientras se mostraban comprensivos con los verdugos, eran incapaces de expresar la más mínima solidaridad con las víctimas, cuyas familias se veían obligadas a elegir entre emigrar del País Vasco o soportar el acoso de la izquierda abertzale.
Han tenido que pasar casi cuatro décadas para que un presidente del Gobierno vasco reconozca que esa pasividad institucional era una injusticia, y, sobre todo, una ignominia.
No faltará quien especule hoy sobre las razones que han llevado a Urkullu a tener este gesto, pero eso da igual. Lo importante es que, por primera vez,
un lehendakari reconoce lo que ha sucedido y pide perdón, lo que dignifica su figura y dice mucho sobre su talla política. Pero, como él mismo reconoció, ese reconocimiento moral no basta, debe haber además una reparación y una atención institucional a las víctimas que ha brillado por su ausencia.
Desde que ETA anunció el final de la lucha armada en octubre de 2011 ha habido un amplio sector del nacionalismo que ha venido manteniendo la tesis del borrón y cuenta nueva del pasado, como si la historia del País Vasco fuera una sucesión de días de vino y rosas.
Ese planteamiento es sencillamente inaceptable porque el futuro no se puede construir sobre el olvido de que ETA asesinó a más de 800 ciudadanos desde la muerte de Franco. Eran personas con familia y sentimientos, cuyo único delito era vestir un uniforme, ejercer una actividad profesional o tener unas ideas.
Nada se puede hacer ya para resucitar a los muertos, pero la sociedad vasca tiene el deber moral de construir un relato en el que estén presentes esas personas y en el que nadie tenga duda sobre quiénes fueron los verdugos y las víctimas porque la historia sólo se puede escribir desde la verdad.
EL MUNDO – 06/06/15 – EDITORIAL