XABIER ETXEBERRIA MAULEON, EL CORREO – 30/01/15
· Se les fuerza a confrontar en lo más básico el bien de la familia con el bien público, muchas veces en situación de soledad, cuando no de abandono social e institucional.
El 30 de enero, aniversario del asesinato de Gandhi, día de la educación por la paz y la no violencia, es una fecha oportuna para estimular el compromiso social en torno a cuestiones pendientes ligadas al terrorismo que hemos sufrido. Aquí quiero focalizarme en una de ellas: la de las víctimas (empresarios, directivos, profesionales) de la extorsión de ETA. Son, en su conjunto, las más ignoradas: sabemos vagamente que las hay, pero funcionamos socialmente como si no existieran. Son, por eso, las candidatas más firmes a acabar en el olvido total.
Da un cierto pudor moral remover este olvido, desde la duda de que pudiera provocar en los extorsionados revivir el sufrimiento que experimentaron. Pero no hacerlo supone a su vez no hacerles socialmente justicia como víctimas y, además, construir nuestro futuro contagiado por la no asunción ético-políticamente lúcida de la maldad que se cebó en ellos. Creo que esta tensión solo se gestiona positivamente si se opta por un memorar que, implicando reconocimiento pleno de la condición de víctimas de los coaccionados, sea restaurador para ellos. Tenemos que intentarlo, por delicado que sea.
La especificidad de la victimación que sufren es particularmente perversa: la misma violencia que les victima –la amenaza grave, en general para que aporten dinero– es la que les presiona fortísimamente para que se impliquen en la violencia de su victimador –en la potenciación de la actividad terrorista de ETA–. Dicho de otro modo: quien les hace víctimas, en el propio hecho de victimarlas, las quiere colaboradoras de la violencia que cae sobre ellas.
La pura y dura instrumentalización que soportan les aboca además a un dramático dilema moral, en el que se les fuerza a confrontar en lo más básico y valioso el bien de la familia con el bien público, con mucha frecuencia en circunstancias de soledad, cuando no de abandono social e institucional. Dilema en torno al que se cierne un horizonte de posible culpabilización, nueva fuente de sufrimiento. La conciencia moral alienta a la víctima a afrontarlo no desde la mera estrategia de supervivencia sino éticamente, atendiendo los principios y los contextos, que varían en cada extorsionado y que pueden motivar respuestas diferenciadas. Pero para tal tarea se encuentra con la libertad personal atenazada por un miedo más que razonable y en esa soledad que acabo de mencionar: otra dolorosa dificultad añadida que forma parte de su modo de ser víctima.
Todo esto motiva que la victimación de la extorsión tienda a ser algo oculto. Es ocultada por parte de ETA, que quiere que se sepa que extorsiona pero no a quiénes extorsiona, a fin de hacer su coacción más eficaz. Aunque, como su ocultamiento es estratégico, lo va desvelando si lo ve preciso para que la amenaza sea efectiva, comenzando por la difusión de ‘la carta’ a familiares y allegados hasta llegar, si lo precisa, al secuestro y asesinato, que, entonces sí, hace obscenamente públicos. Quien sufre la extorsión puede sentir un alivio inicial en ese ocultamiento, pero es alivio envenenado, pues le fuerza a afrontar privadamente la coacción, lo que en general le aumenta la indefensión. El extorsionado podrá sentirse llamado desde su compromiso cívico a hacer pública la amenaza sufrida sin ceder a ella, como, encomiablemente, ha sido el caso en algunos de ellos, pero corriendo graves riesgos –¡ser asesinado!– que le introducen en el campo de lo heroico.
ETA ha pretendido justificar toda su violencia. También la extorsionadora. En todo momento, porque según ella era precisa para afianzar la construcción de una Euskal Herria soberana, que necesitaba un ‘impuesto’ que ella se autoarrogaba con el derecho a concretar, exigir y gestionar –como medio para su violencia–. En ocasiones, sobre todo al comienzo, para ‘apoyar’, a su manera violentamente impositiva para todos incluso para quienes pretendía defender, a la «clase trabajadora vasca» frente a la «burguesía española». En otras, para sumarse, también del mismo modo, a la causa ecologista (central nuclear de Lemóniz, tren de alta velocidad…) boicoteando incluso con el asesinato a las empresas implicadas. Cada uno de estos supuestos argumentos tiene su propia perversión moral, pero todos ellos comparten la misma línea de fondo: pretendiendo remitirse a determinados derechos humanos, los manipulan descaradamente, permitiéndose la contradicción flagrante de reclamar algunos a través de la negación total del que es condición de realización de todos ellos: el derecho a la vida y a la integridad de toda persona. Con ello, por un lado, instrumentalizan duramente a las víctimas extorsionadas, al considerarlas puro medio al servicio de sus fines; y, por otro, deforman y pervierten las causas a las que se remiten (soberanía política, justicia social, ecologismo). ¿Cómo se ha podido llegar a tal ceguera moral?
El argumento básico, nada abstracto y totalmente encarnado, contra cualquier pretensión de justificación de la extorsión siguen siendo las víctimas que crea. Hacernos cargo de él pide que las reconozcamos como tales, sin cavilaciones, más allá de las respuestas personales diversas que hayan dado a la coacción sufrida (sin que esto suponga restar importancia a estas, pero ya a otro nivel). Lo cual reclama a su vez hacer una verdad empírica y moral sobre lo sucedido que sea la base de la justicia debida y que, además, haciendo que pase a formar parte de la memoria social de nuestro pasado violento, sea una referencia significativa para la reconstrucción cívica de la sociedad vasca.
XABIER ETXEBERRIA MAULEON / MIEMBRO DEL CENTRO DE ÉTICA APLICADA DE LA UNIVERSIDAD DE DEUSTO, EL CORREO – 30/01/15