Miquel Escudero-El Imparcial
En plena guerra fría (un término que acuñó George Orwell), el renombrado crítico literario estadounidense Edmund Wilson (1895-1972) escribió que el método marxista sólo conduce a resultados válidos en manos de personas realistas y audaces, que vean con sus propios ojos y piensen por sí mismas. Esto asegura enfoques dignos de atención y es lo propio del temple liberal; es liberal quien no está seguro de lo que no puede estarlo, definió Julián Marías.

Se refería al análisis de los fenómenos políticos en términos socioeconómicos, al estudiar a fondo y de forma objetiva los factores económicos. Pero hay más cosas a contemplar. Por ejemplo, el decisivo factor humano, que late ignorado al margen de las ideologías.

Wilson publicó en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, un libro que detalla la evolución personal y política de las principales figuras que condujeron al establecimiento del socialismo en el siglo XX: ‘Hacia la estación de Finlandia’ (Debate). Mario Vargas Llosa lo ha presentado como un libro de ideas que “se lee como una ficción por la destreza y la imaginación con que está escrito”.

Esta obra perdura hoy gracias a su espléndida confección. No obsta que treinta años después de su primera edición, su autor confesara no haber sospechado que la URSS pudiera convertirse en una de las tiranías más odiosas de todos los tiempos, liquidando a los disidentes reales o inventados. La clave de esa pesadilla estuvo en dar rienda suelta a una consigna que devora a sus hijos ‘el fin justifica los medios’. Bakunin insistió más de una vez en la conveniencia de ‘desatar las malas pasiones’ en épocas revolucionarias. La crueldad unida a la terquedad y a una confianza absoluta en el destino puede contagiar entusiasmo, pero asegura destrozos irreparables. Por esto, la hostilidad sin límite y la falta de cualquier escrúpulo son intolerables y temibles.

Destacaba Wilson el espíritu explorador de Marx y Engels, muy alejado del dogmatismo de Lenin y Trotski. Pero, a decir verdad, todos ellos compartían la incapacidad de trabajar con quienes disentían de sus opiniones. No soportaban esa contrariedad.

Hablemos del menos conocido Ferdinand Lassalle, nacido en 1825, siete años más joven que Marx y a quien dijo que se había hecho revolucionario en 1840 y socialista en 1843. Provenía de una familia acomodada, era alemán, afrancesó su apellido y rompió con el judaísmo. Contrajo la sífilis con 22 años. Era admirador de Hegel y de Fichte. Organizó un partido obrero, la Asociación General de Trabajadores Alemanes, germen del actual SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán: “Hay que dotar a este partido de unos principios teóricos y de un grito de guerra práctico, aunque ello me cueste la cabeza treinta y tres veces”, declaró.

A causa de su ‘Programa de los Trabajadores’ fue procesado: “por haber incitado públicamente a las clases no propietarias a odiar y despreciar a las clases propietarias”. Bismarck quiso entonces conversar con él. Lassalle veía a los liberales como retóricos e ineficaces y percibía el Estado no como un instrumento de la clase dominante, sino como “una unidad de individuos en un todo moral”, garante de “un grado de educación, poder y libertad inalcanzable para ellos en tanto que simple agregado de individuos”. A diferencia de Marx, no le repelía la idea de amor fraterno.

Marx no soportaba su espíritu agitador, o quizá era envidia de su gran predicamento entre los trabajadores, y le censuraba: “su interminable charlatanería con voz de falsete, sus ademanes desagradables y gesticulantes, su aire de dar lecciones sobre todo”. Una deuda económica, un pagaré, llegó a ser el detonante de la ruptura entre ellos. Lassalle adolecía de falta de tacto, su rigidez junto a su facilidad en encolerizarse le impedía desarrollar una adecuada paciencia. Engels también lo aborrecía y dijo tenerle por un amigo muy inseguro, que “en el futuro habría sido casi seguramente un enemigo”.

Lassalle murió con 39 años. Se enamoró de una muchacha que llegaba a llamarle ‘señor y amo’. Helen era hija de un historiador, y cuando él le propuso escaparse juntos a Egipto si no conseguía el permiso de sus padres, ella quiso arreglar las cosas de una manera respetable. Así que se trasladaron a Ginebra para convencer a su familia. Pero no fue posible y la acabó perdiendo para siempre. Como consecuencia se produjo un reto a duelo, donde Lassalle tenía todas las de perder. Y así fue: murió absurdamente de un tiro.

A su muerte, cuenta Wilson que Marx no tuvo mejor ocurrencia que decir que había que “purificarse del hedor dejado por Lassalle”. Otra vez, el factor humano (las relaciones personales, en este caso) imponiéndose al margen de las ideologías. Y el mundo sigue.