José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Nadie tiene que tirarse por nadie en barranco alguno, ni establecer relaciones ‘sagradas’ con la persona que tanto te designa como te destituye

Los que hemos estado en el oficio de la comunicación, la estrategia y los asuntos públicos y estamos en el periodismo, sabemos bien que Iván Redondo no ofreció la auténtica medida de sus posibilidades en la entrevista con Jordi Évole. El exdirector del Gabinete del presidente del Gobierno, antes de serlo, desarrolló, muy joven, una trayectoria meritoria que llegó en ocasiones a la brillantez en proyectos de asesoramiento no siempre políticos, aunque sean estos los más llamativos: con Antonio Basagoiti en el País Vasco, con Xabier García Albiol en Cataluña y con José Antonio Monago en Extremadura, además del propio asesoramiento a Pedro Sánchez. 

Precisamente por esas demostradas capacidades, se comprende menos y peor el error de bulto que cometió al someterse a las preguntas tan intencionales como esperables de su entrevistador. La imagen de Redondo quedó deteriorada hasta extremos por completo innecesarios. No era el momento para pronunciarse acerca de todos los temas sobre los que balbuceó, o si lo hubiera sido, sus respuestas y su actitud debieron ser muy distintas. Si se leen los dos libros (*) que sobre un hombre tan joven (40 años cumplidos el pasado 14 de abril) se han publicado, se llega a la conclusión de que el manejo de las ‘emociones’ y el entendimiento de la política como el ‘arte de lo que no se ve’ son estrategias de seducción y de decisión que Redondo ha sabido diseñar en muchas ocasiones con éxito. Pero en absoluto durante esta entrevista, en la que naufragó.

¿Por qué el comunicador erró de tal forma? Por el propósito que albergaba y que, quizá, ni el propio interesado llegó a reflexionar: la venganza. Naturalmente, una venganza florentina, sutil, casi imperceptible, pero bíblica en la medida en que al perpetrarla se infligió a sí mismo un gravísimo daño reputacional. Jugó a Sansón para, ‘muriendo’ él, liquidar a los filisteos que le han despedido con chanzas, chiflas, pitos y muy pocos aplausos. Redondo se mostró como un hombre todavía indigestado por su abrupta e inesperada salida de la Moncloa. Quienes pueden desmentirle —y no son demasiadas personas— no lo harán. Esperarán a que el plato se enfríe para no abrasarse con la revancha que pretendió apuntarse en caliente el que fuera mano derecha del presidente Sánchez. 

No importa demasiado si quiso o no ser ministro; si fue él quien se fue o Sánchez el que le destituyó; si la falta de agradecimiento público del presidente responde o no a una previsible gelidez en sus relaciones actuales. Lo verdaderamente importante es que Redondo no salvó a su jefe de ni una sola de sus contradicciones (Podemos, los indultos), no se molestó en justificar con convicción episodios tan estupefacientes como el paseíllo de Sánchez con Biden en Bruselas y se apartó descaradamente de los graves errores cometidos en Moncloa: nada tuvo que ver con la fallida operación de derribo del PP en Murcia, tampoco nada con la campaña electoral del PSOE en las autonómicas del pasado mayo en Madrid y, a más a más, transmitió a Ferraz que las posibilidades de Ángel Gabilondo frente a Isabel Díaz Ayuso eran mínimas, dejando ‘in puribus’ las encuestas del CIS de Tezanos.

En otras palabras, Iván Redondo dejó a Sánchez en la intemperie y se alejó de cualquier asunto tóxico, con relatos tan poco creíbles como ese de que la coalición con Unidas Podemos se venía trabajando desde mucho antes del 10 de noviembre de 2019. De tal forma que él mismo desmintió el poder que se le atribuyó —realmente, lo tuvo—, dejó en mal lugar a Sánchez al haber elegido un jefe de Gabinete tan desavisado de las cuestiones importantes —realmente, siempre estuvo perfectamente informado— y, en la hipérbole más absoluta, calificó su relación con el inquilino de la Moncloa de “sagrada”, una nueva remisión bíblica. 

Confucio enseña que el “silencio es el amigo que nunca te traiciona” y Redondo —hombre de saberes— no reparó en el valor de la discreción ni tampoco en el de la sobriedad, proyectando una imagen personal —cabellera sofisticadamente desestructurada, pulseras, inéditas antes, en la muñeca derecha, traje con camiseta, ocurrencias ajedrecistas, anglicismos pedantes— que desdibujó el perfil de un hombre que hasta el mes de julio fue el primer secretario de Estado como director del Gabinete de la Presidencia, jefe del Departamento de Seguridad Nacional, presidente de la Oficina de Prospectiva y Estrategia de País a largo plazo y presidente del Comité de Dirección de la Presidencia del Gobierno, entre otras responsabilidades.

Redondo —seguro— supo que la entrevista solo le ha traído cuenta en términos de notoriedad (háblese de mí, aunque sea mal), pero que la sísmica de sus respuestas afecta al presidente del Gobierno de manera más seria de la que él quizá supone. Proporcionó a la oposición un colosal arsenal de munición. Todo ello en el altar de una ‘relación sagrada’ que también tuvieron gurús tan históricos como los británicos Alastair John Campbell (Blair) y Dominic Cummings (Johnson), o el norteamericano Karl Rove (Bush). 

En política, deben primar la profesionalidad y la responsabilidad, la confianza basada en la conciencia de las obligaciones que se asumen y el rigor en el tratamiento de las competencias que las normas atribuyen a cada cual. Nadie tiene que tirarse por nadie en barranco alguno, ni establecer relaciones ‘sagradas’ con la persona que tanto te designa como te destituye. Porque cuando este paradigma de criterios se altera, ocurre lo que le ocurrió a Iván Redondo, esto es, optar por una selección negativa de emociones cuando se suponía que era especialista en manejar las positivas. 

(*) ‘Iván Redondo: el manipulador de emociones‘ (Esfera de los libros), de Graciano Palomo, y ‘Moncloa. Iván Redondo. La política o el arte de lo que no se ve‘, de Toni Bolaño (Península). A la venta a partir del próximo día 13.