Los polvos de la anterior dilación en la renovación de los órganos constitucionales se han convertido en los actuales lodos: la prórroga indefinida del Consejo General del Poder Judicial, las dificultades de funcionamiento del Tribunal Supremo y otros órganos judiciales, la bicefalia de la cúpula judicial, la decisión del Tribunal Constitucional de posponer la conclusión de procesos relevantes y, ahora, el aplazamiento de la verificación del nombramiento gubernamental de dos de sus magistrados. En estas condiciones se celebra otro aniversario de la Constitución. ¿Hay algo que celebrar o prevalece un regusto amargo?

Recuperemos los orígenes de la Constitución de 1978. Desde una perspectiva externa, el constituyente importó la exitosa fórmula del constitucionalismo social basado en los acuerdos de Bretton Woods, vigentes desde 1944 a 1971 y en una democracia social redistributiva. Pero ya en los años 70 se inició la era neoliberal que abjuró del keynesianismo y se contrapuso al modelo social del nuevo Estado.

En su contenido, la Constitución de 1978 afrontaba la herencia de nuestra fallida historia constitucional. Había que regular, entre otros temas polémicos, el modelo económico, las libertades, la organización territorial, los nacionalismos, la monarquía, el ejército, la Iglesia, los derechos sociales y laborales, la democracia y la articulación del pluralismo. Se reiteraba, como en Italia, la contradicción teorizada por Calamandrei: consagrar materialmente el presente y prometer jurídicamente la reforma emancipadora.

En estas coordenadas se ha desenvuelto y cuajado nuestra realidad constitucional con sus logros y contradicciones. En cada conmemoración, la correlación de fuerzas políticas ha puesto de manifiesto la virtualidad del diseño constitucional de 1978 para reconfigurar el Estado y transformar la sociedad y la economía.

Destacaron en los pasados decenios la creación de las instituciones, el fallido golpe de Estado, la Loapa, la voracidad de los partidos políticos, las limitaciones del modelo social y laboral, los intentos secesionistas, las frustradas reformas, la experiencia austericida… ¿Qué es lo relevante en el año en curso?

En un contexto histórico convulso, propio de una situación de encrucijada, en el que conviven los interrogantes sobre el modelo social y la desigualdad, sobre el modelo económico y la transición ecológica y digital o la irrupción de la geopolítica, hoy desgraciadamente el protagonismo es acaparado por el bloqueo institucional. Esta interrupción del funcionamiento normal de algunas instituciones revela la crisis existencial de nuestra democracia, transida por la polarización y la voluntad de deslegitimación institucional.

Así, al llegar al cuadragésimo cuarto aniversario observamos varios aspectos que tiñen de preocupación la efeméride. Muy singularmente, con las fútiles y cambiantes justificaciones de la negativa a renovar el CGPJ, el Partido Popular hace ostentación de un incumplimiento descarnado y sin complejos de la Constitución que arroja oscuros presagios. Se produce un regreso a la prepolítica y se percute en las condiciones mismas de la convivencia cuando se polariza, se descalifica al rival político y se reitera, sin fundamento democrático, la ilegitimidad de los responsables institucionales. Colateralmente, hay que anotar la relativa indiferencia social respecto a la deriva institucional. Escribió Konrad Hesse que la vigencia de la Constitución depende de unos presupuestos cifrados en el desarrollo espiritual, social, político o económico de los tiempos que permiten que el acuerdo de los progenitores se perpetúe en las sucesivas generaciones. Esta es la fuerza de la Constitución que requiere verse soportada por sus destinatarios. Sin embargo, ¿se percibe en la sociedad española un fuerte o un tibio sentimiento constitucional? ¿La sensibilidad hacia la vigencia constitucional solo se palpa en los momentos dramáticamente existenciales?

Plantemos cara al pesimismo subrayando el otro lado de la moneda. Con esta Constitución se produjeron en tiempos próximos la movilización social contra la pandemia, la solidaridad hacia los sectores más perjudicados por el parón económico, el retorno del Estado por medio de las ayudas públicas, nuevos derechos, el desarrollo de políticas y normativas de igualdad…

Cada generación tiene su afán y tendrá que afrontar, por ahora, con esta Constitución los nuevos retos de la desigualdad, de la redistribución de la riqueza y de la civilización ecológica. Algún día se reformará. Intentemos que no se haga desde sus escombros, sino desde su vigencia asentada.

Recientemente el mundo democrático contuvo el aliento y respiró aliviado cuando se confirmaron la victoria de Lula y la ‘derrota’ de Trump. Por ello, en este aniversario, evocamos a Machado: late, corazón. Hay que conseguir «otro milagro de la primavera».